Tres veces en mi vida he recibido amenazas de muerte. Nada serio, la verdad. Casi todas las personas militantes de Podemos que conozco han sufrido episodios similares a los míos. Desde luego, una anécdota comparada con la persecución a Pablo Iglesias y a las caras más conocidas de nuestro joven partido.
Ante la amenaza, una siente primero cómo el corazón se encoge y se aprieta, y el pensamiento va hacia las personas que te rodean; unas por las que temes y las otras, porque no te crees que nadie entre tus vecinos y vecinas sería capaz de hacerte daño. Es curioso cómo el estereotipo nos lleva al prejuicio, una percepción a un sentimiento, que desemboca en nuestras acciones. Entonces, algo tan humano como sentir, nos deshumaniza. Y cuando objetivamos, olvidamos la empatía. Cuando borramos al otro como persona que es nuestra igual, es el caldo de cultivo perfecto para el odio. Aderezado con el miedo dirigido y calculado que inoculan quienes son perfectamente conscientes de este proceso, asistimos con estupefacción a palabras, imágenes, miradas y expresiones de desprecio. Hay quien comete, hay quien omite pretendiendo equidistancia, hay quien es blanco de la diana. En la historia de la humanidad, esto es tan viejo y encontramos tantos ejemplos, que seguramente ya tengan en mente alguno.
El lenguaje, que no es neutral y pocas veces inocente (qué sencilla resulta la pregunta “¿Pero tú eres de esos?” y cuántas connotaciones encierra), pretende convertir en insultos palabras que tanto bien han hecho como “progresista”, “feminista” o “bondad”. Hay quien intenta tergiversar y retorcer la realidad deshumanizando al niño que ha vivido la experiencia terrible de emigrar en absoluta soledad y desamparo, a la anciana que no cabe en un hospital porque se han dedicado a engordar a un sistema privado que supone la asfixia del público, hablando de caridad como si fueran meapilas en la postguerra o atemorizando sin vergüenza alguna a las personas mayores diciéndoles que cuando bajen a comprar el pan les van a ocupar su casa.
¿Cómo es posible que miles de personas asistan indiferentes a estas manifestaciones? ¿Cómo, que haya otros miles que les jaleen sin darse cuenta de que les miran por encima del hombro, que no son más que instrumentos útiles hoy y desechables mañana? Desde el humanismo más sincero y radical, hemos de negarnos a normalizar estas actitudes y comportamientos filofascistas. No todo vale, relativizar los derechos humanos como los sociales, los civiles o los laborales no puede ser una opción. Miremos con nuestros ojos de mujeres y hombres, proyectemos una mirada limpia y sincera con nosotras mismas y busquemos en nuestra conciencia dónde surge la grieta que nos lleve a ser, no más, sino mejores seres humanos. Y preocupémonos si no la encontramos.