«El bolsillo de los españoles compete a todo el gobierno»; «el bolsillo de los ciudadanos atañe a todo el gobierno». Dos frases pronunciadas en días sucesivos por Yolanda Díaz, ministra de Trabajo y Economía Social del Gobierno de España, flanqueada en ambas ocasiones por Alberto Garzón, ministro de Consumo. La hipótesis del lapsus linguæ se descarta, al menos en el segundo caso. Es posible que en el primero se le escapase y, tras pararse a pensar, le gustase la fórmula. Un mes después, aproximadamente, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el Foro La Toja, se refirió a «los brujos que rescatan sus fracasadas recetas y proclaman que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos». Las dos ideas de fondo son complementarias y acordes con la ideología tanto de la ministra como del presidente: todo el Gobierno debe poder intervenir en el bolsillo de los españoles para extraer de él la mayor cantidad de dinero posible vía impuestos (directos, indirectos, tasas, inflación y cualquier otra modalidad que se pueda inventar el Estado, o sea, el Gobierno, a la escala que sea, estatal, autonómico o local). Las frases de Yolanda Díaz atentan contra la libertad individual de los ciudadanos, porque el bolsillo de los españoles compete o atañe exclusivamente a los ciudadanos españoles. Otra cosa es cuánta de la renta de su trabajo se queda en sus bolsillos (después de pagar los impuestos) para que ellos puedan hacer lo que quieran con él: gastarlo en forma de consumo, invertirlo o ahorrar, y, si puede ser, las tres cosas. La pretensión de Pedro Sánchez, antiintuitiva y contraria al sentido común (además de insultante y paternalista, por cuanto presupone que los ciudadanos no saben usar su dinero), llevada a sus últimas consecuencias, es una perfecta barbaridad. Si el dinero no está mejor en el bolsillo de los ciudadanos, habrá que aclarar hasta qué punto está mejor fuera, por ejemplo, en las arcas de Hacienda. En pura lógica, aceptado ese «argumento», lo mejor sería que todo el dinero de los ciudadanos saliese de sus bolsillos instantáneamente, o, mejor, que no entrase ya. Es decir, que la renta del trabajo de los ciudadanos fuese directamente al Estado, o sea, al Gobierno. Eso encajaría perfectamente en una dictadura de estado totalitario socialista (comunista o fascista) con abolición de la propiedad privada de capitales, bienes de capital, medios de producción y rentas del trabajo. O sea, la Unión Soviética, la República Democrática Alemana, la República Popular China, la Campuchea Democrática y sus regímenes epigonales, y también el Tercer Reich («socialismo nacional del trabajo») y el Stato Nuovo («socialismo corporativo») y derivados históricos. Para Yolanda Díaz y Alberto Garzón y, por lo visto, para el muy socialdemócrata Pedro Sánchez, modelos sociopolíticos perfectos, ideales, utópicos. Al fin y al cabo, la socialdemocracia contemporánea parte del presupuesto de que el Estado, o sea, el Gobierno, debe crecer hasta abarcar todas las facetas de la realidad socio-política para proporcionar «el bienestar» a la ciudadanía. De ahí el «estado de bienestar». Expresión esta (traducción directa de Welfare State) que no tiene ningún sentido tal como es usado habitualmente, en la acepción político-económica. Es perfectamente coherente, por ejemplo, como respuesta a la pregunta «¿cómo estás?». «Estoy bien, estoy en un estado de bienestar». Pero la pretensión de que el Estado, o sea, el Gobierno, proporcione el bienestar a la ciudadanía es absurda, por cuanto el bienestar es un estado mental perfectamente subjetivo: cada uno está bien a su manera, en función de sus deseos, ambiciones, aspiraciones y condición física, familiar y social, y no puede ser el Estado, o sea, el Gobierno, quien decrete en qué consiste «estar bien». Esta pretensión es totalitaria por definición. Calificar al «estado de bienestar» como democrático en esencia y de antidemócrata a quien se oponga a su simple concepto es un truco retórico sin fundamento ninguno: «¿¡Cómo se puede estar en contra de un estado que garantiza el bienestar de la gente y además es democrático!?». Si fuese verdad...Pero no lo es. La eficacia demagógica de la pregunta, formulada a una ciudadanía sin alternativas intelectuales, es aplastante. Otras expresiones que vienen a traducir Welfare State con mayor o menor acierto son «estado providencial», o «benefactor», o «asistencial», siendo esta última la más ajustada a la forma de Estado, o sea, de Gobierno, que compatibiliza la acción productiva y autogestionaria de una Sociedad de individuos libres y cooperativos con la intervención mínima del Estado cuando, por las causas, motivos o razones que sean, la Sociedad necesita la asistencia de un poder superior (humano, obviamente), no paternalista y no condescendiente que no haga ni «favores», ni «esfuerzos» ni graciosas «concesiones», dado que tal asistencia se efectuaría con cargo al erario, procedente de los impuestos (extraídos, casualmente, qué curioso, del bolsillo de los ciudadanos…) y gestionado por el Gobierno. Este «estado asistencial» debe ser mínimo y no interviniente en la vida de los ciudadanos más que en los casos de extrema necesidad (todas las formas de contratiempos imprevistos e insuperables y de catástrofes: el Estado como «póliza de seguros») y en la garantía de los derechos fundamentales: sanidad, educación, pensiones, facilitación del acceso a la vivienda (¡no regalo de vivienda!), seguridad interior y exterior y justicia. Asegurar estos derechos, en un contexto económico de crisis cronificada como la actual, exige la reducción del Gobierno al número mínimo de ministerios: 1) Presidencia (primoministratura), 2) Vicepresidencia (viceministratura), 3) Economía, Hacienda y Seguridad Social, 4) Sanidad, 5) Instrucción Pública, Ciencia y relaciones con la Universidad, 6) Interior, 7) Defensa, 8) Asuntos Exteriores, 9) Agricultura, Pesca y Alimentación y 10) Trabajo, Industria, Comercio y Turismo. El ministerio de Justicia debe desaparecer, en coherencia con la democrática división de poderes, para asegurar que el poder judicial no tiene ninguna relación de dependencia con el ejecutivo. Los presupuestos destinados a los ministerios que se debe eliminar pasarían, en reparto equilibrado, a estos diez, reduciendo el de los dos primeros (Presidencia y Vicepresidencia) a los salarios de los titulares (que deben ser generosos, pero no escandalosos) y lo mínimo necesario para su funcionamiento burocrático. La eliminación de los ministerios sobrantes (más de la mitad de los actuales ―23―) permitiría mantener el funcionamiento del Estado, o sea, del Gobierno, reduciendo los presupuestos generales (es decir, la recaudación, esto es, los impuestos) entre un 30 y un 40%. Eso se quedaría en el bolsillo de los españoles, que es donde está mejor, para que sean ellos quienes decidan cuándo lo sacan para consumir comprando lo que necesiten (supervivencia) o quieran (lujo), invirtiendo en lo que les parezca oportuno o no lo saquen más de lo necesario, para intentar ahorrar, si eso es lo que quieren hacer (dejando aparte el pago inevitable de facturas, cuotas de hipotecas y similares). La idea de que el ciudadano-que-tiene-su-dinero-en-su-bolsillo es una especie de Ebenezer Scrooge (o de Scrooge McDuck, que le sonará más a la mayoría de los miembros del Gobierno y a sus palmeros: el Tío Gilito, vaya…) egoísta y avaro que no piensa en los demás y en la «justicia social», al que hay que hacerle ver que eso no está bien y que ya el Gobierno se encarga de sacarle de su error por el bien de todos, es otra muestra de la incapacidad de la pseudoizquierda caricaturesca para pensar en términos rigurosos los asuntos económicos, antropológicos y morales. Uno de los más señeros representantes de esa pseudoizquierda caricaturesca es el repulsivo Patxi López, quien se ha apresurado a dorarle la píldora (hay que ir en la lista…) al Señor Presidente desde su profundísima superficialidad intelectual identificando la, digamos, «hipótesis de la prioridad del bolsillo» con la derecha política. Lo cual es una idiotez de marca mayor. Dinero en el bolsillo significa independencia del individuo-ciudadano con respecto a los poderes que quieran tiranizarlo. Hasta hace bien poco esa independencia, también llamada «libertad», era una de las banderas de la izquierda, junto a la igualdad ante la ley, no por ley (o decreto ministerial). José Luis Rodríguez Zapatero dijo en su día que «bajar los impuestos es de izquierdas». De la izquierda sensata (que la hay…) sí, no de la suya y sus minions. Pero ahí tenía razón. Se reduce la estructura del Estado, o sea, del Gobierno, se reduce los impuestos (¡todos, mucho!), se le deja la mayor cantidad de renta en su bolsillo a los ciudadanos trabajadores, emprendedores, productores y consumidores, y ya ellos se encargan de mantener una vida económica y social sana y sensata, por la cuenta que les trae y bajo su propia responsabilidad. A menos que la pseudoizquierda caricaturesca haya renunciado al «optimismo antropológico» roussoniano del que hacía gala a comienzos de milenio y dé por supuesto que, efectivamente, homo homini lupus y que el Gran Leviatán debe vigilarnos, apaciguarnos y sacarnos el dinero del bolsillo para su mejor y sabia gestión. Que se aclaren…