Algunas veces, cuando escribo, escucho música de fondo, y así, el sonido de las notas musicales suaviza el ruido que se produce al pulsar las letras del teclado.
El otro día particularmente me quedé embobado escuchando una canción del grupo Love of Lesbian, concretamente, la titulada “El Poeta Halley”, que da nombre al conjunto del disco. Pues bien, de toda la canción me atrapó especialmente el final del epílogo que recita Joan Manuel Serrat y que dice: <<Y uno se queda en casa inerte y algo vacío, acariciando aquel vocablo mudo llamado “silencio” siempre fiel, siempre contigo. Pero todo es ley de vida. Como un día me dijo el poeta Halley: Si las palabras se atraen, que se junten entre ellas ¡y a brillar que son dos sílabas!.>>
A mí particularmente me gustan algunos localismos de mi tierra, palabras que ya casi nadie pronuncia, pero que si por casualidad acuden a la conversación, me llevan al pasado y me provocan una sonrisa. Me encanta escuchar: chache, cheche, jacho o cachera, y otras más, pero, especialmente, éstas, que son tan sonoras al pronunciar la che, esa letra que ahora ya no está en el abecedario y que la han convertido en dos.
También me gustan las palabras inventadas y compuestas, como las que pronuncian mis compañeros del colectivo “El Globosonda” cuando se refieren a nuestra actividad escribidora y nos señalan como amigos “juntaletras”. Y sin embargo, este nuevo reto que nos proponen, separar una palabra con un guion intruso, deja abiertas varias posibilidades.
Este mes y por el WhatsApp me confirman que debemos escribir sobre “con-finados”. No me gustan mucho esos anglicismos como WhatsApp o like, pero mola ponerlos en un texto porque así parece que vas de moderno o que estás al loro, pero vamos, que son un rollo, porque tienes que mirar cómo se escriben.
Pero lo que me ha ocurrido cuando me han dicho esto de “con-finados” es que me ha venido a la memoria aquel torero populista que se atrevía con todo, aquel Jesulín de Ubrique que de una palabra hacía dos, como aquélla de “Im-presionante”.
Impresionante es lo que nos está sucediendo con la pandemia que soportamos, y sin embargo, nos vamos acomodando a términos y situaciones. Pero de entre las posibilidades que me ofrecen mis compañeros, yo desisto de seguir escribiendo otra vez sobre el coronavirus.
Por eso me acojo al tanatismo manchego ahora que se acerca el tiempo de recordar a los muertos, y sobre el tema sería conveniente hacer algunas puntualizaciones. De momento reniego de compartir la celebración con el anglicismo que nos impone el mercado.
Ni truco, ni trato, y me repatea esta imposición mediática de Halloween, prefiriendo las castañas y los boniatos a esas calabazas tuneadas que me recuerdan a un viejo programa de televisión. Halloween es una palabra que si tuviera que escribirla lo haría como suena, con una jota rotunda, pronunciando “Jalogüen”.
Pero desgraciadamente la cosa va de muertos, tanto la celebración de estos días como la desgraciada pandemia que nos tiene “confinados”.
Ahora vivimos tan deprisa y de tal manera que hemos apartado de lo cotidiano el tema de la muerte. Y a pesar de nuestro interés en ocultarlo, y que no queramos
asumirlo, la parca está ahí, son las dos caras de la misma moneda, la vida y la muerte. Vivimos para morir, y eso me recuerda un texto de Saramago que leí hace tiempo que se titula “Las intermitencias de la muerte”, una novela que plantea situaciones y conflictos tan inesperados como difíciles de resolver, un auténtico ensayo sobre la inmortalidad.
Pero nosotros evitamos imágenes y situaciones que inquieten nuestro confort, ya pasó en la primera ola de la pandemia, los muertos deben ser de otros y nos deben quedar lejos, tan lejos como en esas guerras enquistadas en países lejanos y que apenas conocemos.
A la vez, hemos conseguido gracias a la alimentación, al ritmo de vida y a la medicina una esperanza de vida tan larga que no asumimos que, llegado un tiempo, la gente debe morir como algo natural. Pero para la terminación de la vida nunca nos preparan, ni reflexionamos sobre ello. Ya ni siquiera entendemos que un funeral es el último acto social en el que participamos aunque seamos el protagonista inanimado.
Desgraciadamente en estos días que acontecen, el último reconocimiento está limitado a los más íntimos, y éstos, ni siquiera reciben el acompañamiento y el consuelo de aquellos que formaron parte del círculo de amigos y conocidos del finado y su familia, un hecho que dificulta el proceso de duelo que toda muerte conlleva.
Todo esto me lleva a pensar que seguramente la vida es una gran yincana para llegar a la nada, un reto tras otro, donde sólo los elegidos de la fe tienen esa esperanza de la inmortalidad espiritual como premio. Para los más, la muerte es sólo frío, silencio y olvido.
Sin embargo, y fieles al calendario, ahora, en los inicios de noviembre, confinados y con-finados, unos y otros los recordamos a través de fotografías que empiezan a tener un color sepia, o acaso simplemente recurrimos a la memoria para buscar sus desdibujados rasgos. En estos días respetamos la tradición y visitamos los cementerios donde ya descansan muchos de los nuestros, rezamos para que los dioses los acojan en su seno, y por lo bajini murmuramos “que nos esperen muchos años”.
Globosonda: Texto para La Caja Negra del mes de noviembre del 2020