Ahora todo es diferente, quizás porque los tiempos cambian, porque evolucionamos y hay que pasar página o porque esa forma de actuar, esas costumbres, han quedado obsoletas y solo son comportamientos y tradiciones de los mayores.
Al atardecer de aquel día de enero las campanas de la parroquia sonaron a tránsito, pero cuando él llegó ya era noche cerrada, y estaba aterido. Después de abrazar a sus familiares y saludar a los allí reunidos, atravesó el patio rápidamente, pues empezaba a helar. Tampoco al entrar al portal sintió mayor consuelo, pero qué importaba eso ahora; inmediatamente, abrió la puerta del dormitorio, lentamente, casi con sigilo y con los sentidos a flor de piel. La habitación estaba más diáfana que de costumbre porque habían desarmado la cama y, justo en el centro, un armazón metálico sostenía el ataúd donde reposaba el cuerpo del abuelo y, al lado, un enorme velón iluminaba de soslayo la cara del cadáver. La escena era tan tétrica como cinematográfica.
Se acercó al féretro y trató de concentrarse. Javier se consideraba un tipo duro e insensible porque le costaba mucho expresar los sentimientos y las emociones. Difícilmente se le escaparían las lágrimas, sin embargo, se mantuvo serio y circunspecto ante el cuerpo inerte. Mentalmente, se esforzó en recordar situaciones junto a él. Necesitaba imágenes y postales para activar la congoja por su ausencia física, porque a partir de ahora su abuelo solo sería memoria. Su agitado cerebro se debatía entre los momentos que compartieron durante su infancia y la realidad actual, pero su barullo mental no tenía sentido. Su fallecimiento era la consumación de un declive natural por la edad, ya que tuvo una vida larga y casi plena.
Aunque la abuela hacía rato que se había retirado a dormir, a nadie le extrañaba su ausencia, ya que también ella estaba muy mayor. Tranquila y resignada, siempre fue una mujer fuerte a pesar de su aparente fragilidad. Era notorio que el abuelo la mimó mucho, pero sabía que sus hijos seguirían cuidándola. Por eso no hubo que insistirle demasiado para que descansara. Es más, le pidió a una de las nueras que le preparase unas "paparajotas" para cenar. Ese antojo decía mucho de cómo se lo había tomado.
Mientras tanto, la puerta de la calle permanecía entornada e iban llegando más familiares, vecinos y conocidos. Poco a poco, y a medida que pasaban las horas, la casa se fue convirtiendo en un hervidero, pues el abuelo tuvo una ocupación pública y era muy popular. Pero, mientras en la habitación donde se encontraban las mujeres no había excesivo ruido, la que ocupaban ellos se había transformado en una animada tertulia.
Los velatorios siempre han sido así, y más en La Mancha, que tiene una larga tradición de costumbres fúnebres, un acto social de reconocimiento donde el principal actor es ajeno a cumplidos y alabanzas.
Los varones allí reunidos, después de hacer algún comentario sobre su relación con el finado, derivaban la conversación a otros temas más evidentes, el campo, la cosecha, los precios de la uva o el aceite, la siembra y sobre todo a la escasez de lluvia. De vez en cuando servían café de puchero, algún licor y rosquillas, un agasajo habitual para contentar a los deudos. Que no faltase un detalle para que nadie pudiese hablar mal de la familia.
Entretanto, las mujeres cotilleaban sobre el barrio. Algunas, las menos, rezaban rosario en mano. No había prisa, hasta la madrugada todo sería un ir y venir, un trasiego de gente para mostrar sus condolencias y, después, solo los más allegados se quedarían a velar al padre y abuelo con mayor recogimiento.
Pero mientras en la alcoba el silencio era absoluto, en las otras estancias de la casa el susurro inicial había subido de tono, pues a esas horas ya se contaban chascarrillos y chistes sin pudor. Lo más serio y apropiado del momento lo escuchó Javier de la boca de uno de sus tíos que, refiriéndose a la situación, y con respecto a la abuela, si por él fuera y llegado el trance, se la velaría también en la casa. Nada de utilizar el moderno tanatorio que habían construido en las afueras del pueblo, porque a él no le gustaban esas moderneces. Y, por supuesto, no hubo ningún debate sobre la inhumación o la cremación a pesar de ser una opción que empezaba a ganar adeptos.
Al día siguiente se consensuaría el habitual protocolo al término del funeral: quién encabezaría el duelo y el orden estricto del mismo. A Javier le extrañaba que a la salida del templo ningún familiar acompañase al coche fúnebre hasta el cementerio. Se consoló pensando en que algo habían evolucionado las costumbres, pues en primavera ya se podría enjalbegar. No como antes, que podías adivinar si hubo algún fallecimiento en el domicilio por el deterioro del encalado de la fachada.
Todo esto recordaba Javier viendo en la tele las imágenes sobre la improvisada morgue del Palacio de Hielo por el colapso de las funerarias en la pandemia. Coches fúnebres y ataúdes anónimos, operarios y ningún familiar.
Qué pesadumbre y cuánta desgracia que nadie pueda decirle adiós a los suyos, aunque solo fuera un hecho social y protocolario, qué tristeza. Javier incluso pensaba en los innumerables errores que podían cometerse entregando cuerpos equivocados, y elucubraba sobre el número de lápidas que nunca reflejarían la confusión y el descuido. No quiso regodearse en su pensamiento porque todo era un disparate.
Evidentemente, todo cambia, pero Javier no tenía claro si era mejor el paripé y la parafernalia de antes o el pragmatismo y la funcionalidad actual. Aunque, al fin y al cabo, el finado es siempre ajeno a los honores o merecimientos sobre su persona. O. como dice el tosco refrán popular sobre el inevitable final, pues "A burro muerto, la cebada al rabo".
El Globosonda: Texto para la Caja Negra del mes de marzo del 2023.