A pesar de su corta edad, al párvulo no le extrañó el requerimiento del maestro. De alguna forma, lo intuía; es más, lo esperaba desde hacía días. También él sentía la necesidad de quitarse aquel peso de encima, dejar atrás el desasosiego que le causaba esconderse para hacer los deberes y que por fin todo se aclarase.
Sustentado por un par de muletas metálicas, aquel profesor regentaba en su domicilio un colegio privado de reconocido prestigio. Su disciplina, sin llegar a ser rigurosa, y los métodos educativos que utilizaba, eran suficiente garantía de confianza para los padres de aquellos colegiales.
Entre otras cualidades, este docente tenía una predisposición especial por la gramática y la caligrafía, sobre todo en los alumnos de menor edad. Así, y para conseguir buenos resultados, solía aconsejar que, en casa, y como deberes, copiasen textos de aquella enciclopedia que utilizaban en el aula.
Pues bien, hasta esos días de invierno, aquel niño aplicado escribía en su cuaderno extensas lecciones de la Historia Sagrada, de Geografía o cualquier otra materia basada en el relato. Pero, de repente, a pesar de haber estrenado el bolígrafo Bic que le echaron los Reyes Magos, de un día para otro, dejó de funcionar y apenas conseguía escribir alguna palabra. Había que apretar tanto que la hoja quedaba marcada y, a pesar de ello, los trazos eran intermitentes. En un principio lo achacaba al frío de enero, pero por más que con el vaho del aliento trataba de calentar la punta, aquello no escribía o lo hacía a trompicones.
Por eso, a escondidas y durante muchos días copiaba el texto más corto de los evangelios, siempre el mismo, y cada vez más indescifrable.
Aquel cambio de proceder mosqueó al maestro que, atento a sus alumnos, se extrañó ante aquellos ejercicios tan breves como guarreados.
Al final aquel asunto quedó aclarado y, tras la conversación con la madre, ambos dedujeron que alguien debió cambiarle la mina al bolígrafo nuevo. Una vez repuesto el recambio, las cosas volvieron a la normalidad. Eso sí, el rapapolvo fue de órdago, por ingenuo y por dejarse engañar. En aquellos años la empatía entre padres e hijos dejaba mucho que desear. Primaba demasiado el concepto de autoridad y, aunque reinaba la pobreza, había que reivindicar el derecho a la posesión como un valor esencial frente al vecino.
En aquellos años sesenta las enciclopedias del profesor Antonio Álvarez Pérez eran el principal libro de texto, copando el ochenta por ciento del mercado editorial dedicado a la enseñanza primaria. Por eso, el cambio a un colegio público no supuso ningún complejo para aquel alumno diligente, pues seguía utilizando las mismas herramientas.
Sin embargo, en aquellas enciclopedias había dos clases muy diferenciadas de asignaturas. Así, el bloque de ciencias, matemáticas o geografía evolucionaba de dificultad en función del nivel o grado. Otra cosa era la religión y la historia que siempre tenían un componente de adoctrinamiento y patriotismo de echar para atrás. El tema de la lengua era más parejo, mientras que en la literatura se realzaban los textos épicos y se respetaba la gramática, las obras de los autores que cuestionaban el orden establecido eran descartadas.
Más tarde, y seguramente por algún plan ideado para revitalizar la enseñanza pública, aparecieron "las unidades didácticas", que eran varios libros de texto que entregaban gratuitamente en el propio centro. Cuando repartieron aquellas carpetas azules repletas de libros fue una sorpresa mayúscula, más si tenemos en cuenta que hasta entonces solo se utilizaba la habitual enciclopedia. Como anécdota de aquellos días, lo que más llamaba la atención era la ilustración que mostraba una oveja preñada con el cordero en el vientre. Aquel dibujo provocaba las risas nerviosas a unos críos que, unos meses antes, estaban convencidos de que a los niños los traía la cigüeña de París.
Después pasaron los cursos a ritmo de vértigo y, con otros manuales y renovados métodos, algunos iniciamos otros estudios más allá de la primaria, pero eso es otra historia.
Recuerda ahora el jubilado aquellos lejanos tiempos escolares al recoger las fichas de su nieta para el año que viene. Un estuche con unos cuantos ejemplares que valen un dineral. Porque, no nos engañemos, a pesar de las nuevas tecnologías de las tablets, de los ordenadores o de las pizarras interactivas, los libros de texto permanecen en el tiempo porque, aunque nos digan que son imprescindibles, es evidente que son un buen negocio.
Ahora el sesentón reconoce que, en su época, la exclusiva enciclopedia Álvarez y aquel exceso de memorización no eran el mejor procedimiento. Sin embargo, toda una generación se educó con aquel libro, e incluso muchos se conformaron con saber las célebres cuatro reglas de las Matemáticas y recitar los ríos de la Península de carrerilla.
Él, por si acaso, vuelve a hojear su vieja enciclopedia y le echa un vistazo a los quebrados pensando que en algún momento tendrá que echarle una mano a la niña con la tarea. Aunque está convencido que llegado el momento ella le dirá refunfuñando: "fracciones, abuelo, se dice fracciones, que no te enteras...”.
El Globosonda: Texto para la Caja Negra de septiembre del 2024.