Te despertaste en mitad de la noche. Afuera hacía frío, un viento de escarcha estremecía las ramas de las encinas y la luna terminaba de extinguir su luz última tras el velo del cuarto menguante. Todo era silencio. Nada parecía atreverse a abandonar la templanza de su cobijo, ni el zorro, ni el jabalí, ni las torcaces, tampoco la garduña merodeaba por el curvo perfil de las mimbreras del arroyo. Hielo y oscuridad. Noche y ausencia. Los perros comenzaron entonces a aullar, inquietos, temerosos quizá de lo que su instinto les mostraba. Los perros saben predecir el aguacero tras las tolvaneras de tierra seca. Saben augurar el seísmo tras el hondo, primerizo latido telúrico. Saben de emociones, de fidelidad y añoran la mano que los alimentó desde cachorros. Ladran, giran sobre sí mismos y reposan la quijada sobre la grama antes de emprender esa persistente rutina de carreras circulares, una liturgia quizá incompresible, terca, sobrecogedora.
Te despertaste en mitad de la noche. Los perros aullaban con ese tono lastimero que acompaña a las desgracias. Fue entonces cuando tu conciencia, entrenada en transcribir los códigos de la naturaleza, pudo comprender lo sucedido. Comprendiste el dolor ─tu dolor─ encaramado a la cerviz de aquellos animales, comprendiste que no había prisión para tanto amor, que no existía alambrada para la bondad, que ningún encerradero enjaularía jamás su alma. Y cuando al fin contemplaste su vuelo diáfano, dulce, blanquísimo, los perros dejaron de ladrar, y de dar vueltas sobre sí mismos, y de augurar presagios en la inmensidad de aquella noche. Cuando contemplaste su vuelo limpio, firme, cercano, descansaste, solo entonces descansaste, la mirada transparente, las manos relajadas, la respiración sosegada, con ese convencimiento de que es posible el cauterio. De que el tiempo que se rompe siempre se puede suturar.
TIEMPO ROTO es el título de la muestra pictórica que el artista Pedro Castrortega expone desde el 3 de febrero en el Museo Municipal de Valdepeñas. Tras la lectura de la excelente reseña de Jesús Cámara, comisario de la exposición, conocemos que algunas de estas obras nacen del dolor experimentado por el artista tras la muerte de su padre, durante las primeras dentelladas de la pandemia. Este dolor inconmensurable es el que desencadena las primeras creaciones colgadas en la primera de las salas, el sentimiento de encontrarse inmerso en un mundo que no comprende y que le genera una cascada de emociones reflejada en sus lienzos. Dolor. Fuego en el alma. Incertidumbre. Y, por entre este derrame caótico de sentimientos ─perros de pelaje negrísimo y fidelidad inquebrantable, jaulas de alambre que no terminan de encerrar el alma, un hogar en llamas ante esa muerte injusta, inesperada─, la visión de una salida, la esperanza, el vuelo del espíritu hacia territorios de luz habitados por una bondad tal vez infinita.
Las palabras de Pedro Castrortega resultan imprescindibles para comprender su inagotable y fértil mundo interior:
“Busco mis ángeles, la magia. El sortilegio, la salida, para que el tiempo no se me escape.
Abro los ojos todos los días, sueño imposibles, y los pinto.”
Es una tarea estimulante y necesaria. Contemplar la magia, el prodigio de sus creaciones, la esencia de sus criaturas, la taxonomía de tantos seres mestizos, híbridos entre la imaginación, la experiencia y los sueños. Seres todos de mirada intensa, perfilada con usura, dotada de la conciencia de la vida. Una mirada de párpados muy abiertos, de ojos que, como guardianes oníricos, parecen vigilar nuestros pasos. Criaturas de mirada consciente y de ancestros a menudo imposibles que pueblan sus lienzos y que, por cierto, agradecerán la curiosidad que, sin duda, esmaltará con brillos de azogue las pupilas de los que visiten esta magnífica exposición.
*José Agustín Blanco Redondo. Escritor. Febrero de 2022