domingo. 24.11.2024

La eternidad que nos aguarda

Reseña del último poemario de Juan José Guardia Polaino.

Fotografía De almas, ditirambos y heridas
Fotografía De almas, ditirambos y heridas

   “De almas, ditirambos y heridas”, el último poemario de Juan José Guardia Polaino, es el alumbramiento lírico de una relación ancestral, la epifanía de ese engarce -bocanadas de alquimia y fiebre- entre el vino, el hombre y las palabras. Podemos sentir, al leer los versos del autor, cómo los misterios del vino se imbrican en las entrañas del hombre, cómo se integran en la orografía a menudo melancólica de los mortales, cómo este mosto fermentado logra abrir todas las cancelas al gozo de las palabras.

   Juan José, en unos versos que son confesión casi adolescente, admite el magisterio del vino en su devenir vital y no duda en bendecirlo, como también bendice su regalo a los dioses y su disfrute a los mortales. Luego el autor desciende a la matriz telúrica del vino, a la cueva de piedra de cal, a ese ámbito humedecido de salitre, ninfas y oscuridad que le nutre la sangre y encarcela su alma. Allí es donde la confidencia se hace verso: “Quedó el aire invadido de calambres / y atrapada mi alma / en la oscuridad abisal de su vuelo”.

   El autor compara el vino con un agua redentora, antídoto de la tristeza y lo define con unos versos ágiles y didácticos saturados de ritmo y precisión: “Era río en catarata…/ Era música,/ lágrima, / memoria y fuego / una criatura enviada por los cielos…”; versos saturados también de una pasión lírica magistral: “Confidente desde la luz / o fabulador / o arcano para mi noche”, “El vino es azogue entre violines, / bala, / aguijón, / girándula o ariete…”

   Juan José teatraliza la ofrenda del vino, el deambular místico del chamán por entre las galerías de una cueva, esa plegaria en la que el vino toma su nombre, su identidad, su poder -luz, vigilia, misterio, cauterio, acicate, epifanía- para remediar penas, vértigos y flaquezas. El autor sabe comunicarse con el vino, le habla, muy despacio, con esa sinceridad que mira de frente a los amigos: “Sé que vienes a la brasa de los labios…/ Sé que vienes / porque nunca nadie pudo / profanar tu sangre…”. Y recurre al mito de Ulises, rey de Ítaca, entre rumores de vid sobre las olas, para decirle mientras conjura los cantos de sirena: “Y tú, vino loco, ebrio de ti, y amante…”

   El autor, en primera persona, admite que su sangre es la sustancia del vino y que su pecho “…es trueno / de pámpanos y gavillas, / y es lluvia, / y es sueño toda la tierra que ocupan sus odres”.  El vino le redime, el vino consigue que su carne se haga subterfugio, cueva, raíz, origen, barro, crátera o tonel, para culminar con una espléndida metáfora en la que su redentor le hace ser “…trascacho contra el viento / que escala muros y memoria”.

   Esa primera persona del autor, constante, decidida, prosigue la búsqueda del vino desde su origen, desde la cepa y la tierra para reclamar, tras ese primer verso de uno de los más hermosos sonetos de don Francisco de Quevedo “Retirado en la paz de estos desiertos” la paz y el entendimiento entre los hombres. Porque Juan José manifiesta en cada pulso de sus arterias su condición de humanista, de escritor comprometido que intenta que el ser humano se aventure por senderos de concordia y lealtad. Y su condición humana sufre también de incertidumbres que solo logra remediar con la búsqueda de las palabras y de los versos en la verdad del silencio, de la memoria, de la soledad. Y así, embargado de poesía y vino, reconoce, en un lírico ejercicio de humildad “Soy apenas un candil, /esa luz agónica…”, que el vino nos salva de la vida.

   Hay en Juan José un continuo regreso a la tierra, a la llanura y a la gleba –“Yo he visto en las alcobas / a los hombres llorar por su tierra”-, sustento y destino de su sangre, de ese vino que corre por sus venas, tal vez, como ensalmo para eludir las trapacerías de la muerte. Hay también, en sus poemas, un aprecio por las palabras que don Francisco de Quevedo legó a los mortales desde su señorío de Torre de Juan Abad, no hay más que disfrutar con los versos –que bien podría haber escrito el mismo Quevedo- que dan fin a uno de sus poemas: “…pues es laberinto la vida / derrota y pena” y los que inician otro de ellos: “Y antes de que el día llegue / y confunda las brasas de la noche / ardan las altas gavilleras. / Al fin todo es ceniza”. Juan José nos regala así una cuidada reflexión existencial sobre el inexorable ciclo de vida y muerte, ciclo en el que el hombre –mies errante, vagamunda- se encuentra inmerso desde su alumbramiento. Y hay, en los versos del autor, un barroco y persistente aroma a resignación, a un estado de ánimo tal vez estoico que solo puede ser conjurado por el milagro del vino: “Solos pámpano devenido en muerte / la nómada memoria…”, o “La sed es relámpago de rabia o ira…”, una sugerente metáfora transmutada en sentencia imposible de apelar.

   Encontramos también  poemas que contienen resonancias de la obra “Hojas de hierba” de Walt Whitman, versos en primera persona, enumeraciones y, sobre todo, ese elogio a la naturaleza – al vino en el caso de Juan José -, al amor, a la tierra, al hombre y a las palabras.

   Juan José escribe versos amables apuntalados en su memoria, en su historia personal, en los buenos tiempos, cuando el vino era maestro de la vida. En sus poemas, canta a la escarcha, a ese invierno helador solo demediado por el vino y la palabra. El vino, de nuevo, remedio, sangre alborotada, aliento de las palabras y los versos, esencia del alma y engarce íntimo con el amor carnal. El vino como empalizada del perdón, como barbacana contra el odio y el rencor. El vino como mirada del amor, como medicina ante la intemperie de la muerte. El vino como redentor del miedo y la mentira.

    El autor no teme confesar su debilidad “…surgen mis labios enfermos…/ sé que buscan la sed tardía…” porque se siente amparado por el vino “savia que me trepa, / tanino que me ama…”. Tanto es así que nos ofrece una delicada y sensorial declaración de amor: “Tú me arropas y sobrecoges / en estruendo de racimos…”, versos en los que, con un lirismo contundente, convierte en humano ese amor suyo por el vino: “…y quedo tuyo, anclado / a la arcilla de tu vientre”.

   Ya desde un punto de vista omnisciente, Juan José, en uno de sus poemas finales, sabe cómo el vino se hará misterio, pasión, río y cómo, agarrado al pecho de los hombres, sentirá sus miedos y también su gozo “o el deseo oscuro de la muerte”, en ese último e inquietante verso que nos deja un sabor agraz en la conciencia.

   Este magnífico poemario termina con unas peticiones en verso amparadas por un cuenco de vino y vida. Juan José, conocedor del alma humana, de sus prodigios y sus vesanias, ruega por villanos y canallas, por la gente humilde que busca la llama de la verdad, por menestrales y buhoneros, por monarcas y filósofos, por ti, lector, y por él mismo. Y reivindica sus palabras, los versos de su obra, palabras y versos -cómplices del alma- que hablan de nosotros, de los hombres, tal vez para hacer más liviana toda esta breve eternidad que nos aguarda.

                                          José Agustín Blanco Redondo, escritor. 19 de septiembre de 2022

La eternidad que nos aguarda