“El hombre feliz es aquel que, siendo rey o campesino, encuentra paz en su hogar” dijo el escritor alemán Goethe. Una familia con nueve hijos vivía en un viejo cercado ocupado en su mayor parte por un patio empedrado. Había una gavillera que los niños atravesaban corriendo de lado a lado; apenas tres habitaciones tomadas al asalto por camas como tanques de lana y una cocina helada en la que la madre cocinaba con tres tocas y dos chaquetas. El padre construyó un columpio y los niños, más que columpiarse, volaban de Oriente a Occidente con gran destreza. Era su hogar.
Emigraron a Madrid y cambiaron el cercado por un piso en San Cristóbal de los Ángeles de sesenta metros y el clima adecuado para crecer en otra clase de indigencia más urbana aderezada por la música de Leño, Obús y todas aquellas romanzas que invitaban al sosiego y la paz de espíritu. Volvieron a componer su hogar.
Algunos de ellos emigraron dentro del propio Madrid a un piso compartido. Por lo que sus pertenencias cabían en una habitación. Aún así, el salón y la cocina era compartidos por los compañeros. Comían juntos y a veces celebraban cualquier cosa haciendo unas gachas, invitaban a todos los amigos y así, cada uno encontró de nuevo un hogar.
Cuentan que una de las hijas se casó y que tuvo cinco hijos en un bloque de pisos enfrente de un erial inmundo en el que los niños jugaban con latas y ratas. Dos dormitorios, la lavadora en el salón y el frigorífico en la terraza. El alquiler costaba la mitad del salario y el día que compraron un tapiz con tigres se hicieron una foto apiñados bajo los susodichos tigres, orgullosos de la decoración del salón. Y entre todos fundaron otro hogar.Otro hijo, el más pequeño, alquiló una habitación cuando pudo independizarse. Pero en esta ocasión, en la habitación solo cabían la cama y él. Compró un armario de plástico y colgó la tele en la pared. El hogar se fue comprimiendo cada vez más. El baño compartido ya no protegía su intimidad sino la de otros ocho inquilinos desconocidos. ¡Con lo amplia y luminosa que aparecía la habitación en el anuncio de la inmobiliaria! El alquiler de la habitación costaba el sesenta por ciento de su salario. El hogar se le escapaba por los bolsillos. En otro piso del mismo rellano vivía una mujer mayor que a veces le pedía que por favor metiera la botella de butano en la cocina porque ella no podía. La casa de la vieja -como él decía- olía a humedad mezclada con pis de gato, la cama estaba al lado del hornillo de la cocina porque así se podía calentar por la noche. El suelo estaba roto y no tenía calentador de agua. Según decían, al ser una vivienda de renta antigua, el casero no realizaba instalaciones porque no le merecía la pena para lo poco que le pagaba la vieja. “Van a sacar una ley en la que nos van a cobrar la habitación por lo que vale la habitación y no como si pagáramos por toda la casa” se decían unos a otros. Pero en el fondo sabían que el abuso se resbala por los amplios recodos de leyes sin cerrar. Cómo echaban de menos el columpio de su cercado de piedras.