Con el dedo índice levantado él le explico a ella cómo se usa la llave mágica del garaje. Esgrimía el artilugio como si sus manos abrazaran a la espada Excálibur. Pulsaba el mando con delicada firmeza y la puerta se abría como si se abrieran las aguas del Mar Rojo; como si él fuera el mismo Moisés con su omnipotente vara y las canas al viento. Y la puerta se abrió. Y vio dios que era bueno.
Con el índice levantado y la voz también, él le explicó a ella el funcionamiento de las marchas de su coche el cual no se llamaba `coche´ sino `auto´. Unos simples toques de sus dedos prestidigitadores y el auto respondía con suavidad a sus sesudas órdenes.
Cuando el auto sollozaba por el torpe toque de ella, él sufría también al ver sufrir a su auto. Este hombre del dedo inhiesto sentía una empatía inusitada por la máquina inanimada e inorgánica, empatía que, sin embargo, no manifestada por los seres animados y orgánicos. A pesar de la impertinente intervención de las torpes manos de ella, el auto arrancó e incluso circuló por la vía pública en línea recta. Y dios y él vieron que eso ya no era tan bueno.
Con el índice levantado y la voz levantada también, él golpeó varias veces la mesa mientras le explicaba a ella el intrincado funcionamiento de su teléfono, también denominado `aparato´ e incluso `dispositivo´. Y, bondadosamente -rayando la santidad- le escribió en un papel unos numeritos diciéndole: “Esta es la contraseña de tu teléfono. La guardo yo también porque se te va a olvidar”Y vio dios que era bueno.
Con el dedo índice levantado, él determinó que ella padecía minusvalía psíquica, habiendo tratado ambos el tema ampliamente: él piafando y ella escuchando. Y así, concluyeron que irremediablemente ella estaba enferma de una dolencia que se llamaba `tú misma´. Por esta poderosa razón, y permitiéndose un alarde de generosidad, él le adjudicó a ella el mismo teléfono que a sus hijos pequeños. Ella acogió de buen grado su enfermedad y su teléfono. Y vio dios que era bueno.
Con el índice levantado, la voz levantada, el puño cerrado y la cara pegada al oído de ella, él tuvo que asumir la engorrosa tarea de enseñarle a ella a hablar en público solo aquello que debía decirse en público, a callar en público, a ser un encanto y a no llamar la atención. Ella, cocida a fuego lento de bondad paternal, asumió que era poco más que la llave del garaje, las velocidades de su auto, o una aplicación del teléfono.
Ella era un dispositivo que debía funcionar cuando él levantaba el dedo índice y siempre dirigida por su innata astucia. Ella respondería al dedo índice levantado siendo quien debía ser y como debía ser. Así se escrituró en el Registro de la Propiedad correspondiente a nombre del señor del índice levantado y vio dios que era bueno. Pero se le olvidó un detalle: todo se puede domar menos el dedo corazón que, cuando se alza, es fulminante.