Poco a poco, la niebla irá borrando tu imagen, se irá deshaciendo despacio y, en el mismo lugar, tus recuerdos nos comenzarán a asaltar. Nunca me he acostumbrado a la muerte y menos aún ahora que el día anunciaba primavera.
Levanté el teléfono y era tu voz:
--Tomás, el médico me ha dado el alta ¡Ya estoy bien!
Más de dos años de dura lucha contra un linfoma, para luego acabar así... Si, en alguna ocasión, desfalleciste fue para resurgir con más fuerza, plantarle la cara al viento y escudriñar entre los árboles en busca de la luz. En este tiempo, has ido deshilachando muchas sombras, sólo era necesaria esa sonrisa que se hizo perenne en tu cara; nunca me dijiste que estabas hastiado de tanta medicación, de tanto ir y venir a hospitales. Sabías que lo realmente maravilloso era volver a la calle y romper los silencios que se imponen e ir acumulando todo el amor que tenías y que habría de venir.
Los ángeles cuentan que siempre andan por el cielo en una extraña quietud y que, ahora, han hecho un hueco para ti, que las rítmicas salmodias susurradas cambiarán de tono con tu llegada. Nosotros lloramos tu marcha ahora que nos asaltan los primeros fríos de este eterno invierno y el polvo de luna destaca los brazos que parecen haberse olvidado de abrazar.
Sí, Ángel, sí; la gente llamaba y preguntaba por ti "porque te quería". Cada uno a su manera, pero eso era lo que te importaba; lo demás, había perdido su vigencia y dejado de tener sentido. Parecías querer decirnos que el amor nunca se olvida cuando vienen tiempos de lágrimas y los cuadrantes de los relojes anuncian el final
--¿Tienen que quererme mucho, verdad, Chelo?
Y tú asentías concediendo una caricia más sobre su cara, mientras tragabas la saliva de la espera; le escondiste la desesperación que llegaría con el silencio y se apagó en paz, sonriendo, sin ruido, deshaciendo los últimos segundos que llevaban hacia la madrugada.
No hubo gesto lúgubre para recibir a la muerte. Te abrazó y te dejaste llevar pero, antes, nos guardaste a todos en tu maleta para el viaje. Te pilló sonriendo. No lo entendió y pensó que se había equivocado.
¡Estaba todo tan tranquilo!
No había pena; las albas del día casi ya se presentaban cuando apareciste a deshacer los sueños pero, lo que no sabes, es que él había dejado escaparse la dicha para aprisionar la tibieza del sueño eterno, jubiloso de encontrar un beso de mamá.
Ahora, nos hemos dejado embaucar por las murmuraciones; sabemos que volverás cuando no nos queden ni deseos ni sueños ni caricias ni besos. Andamos temblorosos, el aire nos sabe a pena y tierra y tenemos la verdad que nos llega desde tus retinas mientras avanzas buscando encontrar el abrazo del Padre.
Descansa en paz, amigo y compañero.