El poemario “Territorios”, editado por la Biblioteca de Autores Manchegos en su colección “Ojo de pez” con el número 102, se vertebra en cuatro bahías, todas ellas anegadas de luz.
La primera de estas ensenadas, de título “Impromptu”, amanece con el optimismo de un viento que “arranca élitros y almas de la arena”y donde todo es sonrisa, y luz – sobre todo luz- , y vida. El autor se lleva el sol entre las páginas de un libro y, enseguida, entre esa luz omnipresente, busca la mirada de su amada para asegurarle, con la belleza de solo tres versos, que “ya lo sabes/ una mirada de tus ojos/y será tuya mi vida”.
Alfredo, con ese lirismo sorprendente, nos expresa la perplejidad de contemplar el amor y no ser capaz de verlo, también su deseo de volar al lado de su amada y la advertencia sobre el acecho de la tempestad, esa metáfora de las relaciones humanas en la que un mar, en apariencia calmado, puede arrasar con el amor y con la vida. El autor sabe de lágrimas, de anhelos, de amores extinguidos. Sí, el autor nos habla del amor ausente, de una casa extraña, deshabitada donde gime el polvo, el tiempo se esconde y los espejos ya no reflejan la memoria de la luz. Y, sin embargo, en el poema “Tus pasos en la casa”, Alfredo recupera la confianza con el eco de los pasos de su amada, pasos que construyen la esperanza del amor, de la vida, del mañana. Y de la confianza, de súbito, al temor. El temor a que el corazón no fluya del todo limpio hacia su amada, hacia el prodigio de su luz. Y el paralelismo condicionado que establece entre la belleza, la luz y la voluntad de crecer de una buganvilla y la fortaleza de su amor, de un amor que quisiera que creciera entre miradas y caricias. El autor conoce la terapia exacta para combatir sombras, noches y tristezas. Y este remedio no es otro que el amparo de las manos de su amada, de su cercanía y de su luz, de nuevo, la luz.
Alfredo, en otro de sus poemas, alcanza su redención tras hablar con la luna y, tras esa conversación catártica, su nueva piel desafía al sol mientras el mar es ahora solo brisa y calma. Esta ensenada se cierra con la bellísima confesión “Mendigos de la luz”, con esa realidad, brizada de existencialismo, de lo que somos, sí, hijos de una luz lejana que perseguimos –perplejos, perdidos, pequeños - durante una noche interminable.
La segunda ensenada de este mar del estío, de título “Efecto Doppler”, comienza con la certeza “Ya sé que nunca irás/ por mi camino”y con una petición “… que me mires/ por si quisieras aprenderte roca/ vuelo, llantoo esperanza/ o verdad de los pasos que yo di…”. Alfredo nos ilustra sobre la obsesión del hombre por el calendario, por encasillar la cadencia de un tiempo siempre fugitivo y del que los mortales no pueden evadirse. En “Las gaviotas en el vuelo”, el autor establece un paralelismo muy didáctico entre el hombre y estas aves, entre la sublimación de su vuelo y los sueños humanos. Gaviotas y hombres que, al asentarse en la realidad de la tierra, comparten, brutales, el ansia de la depredación.
No te guardes la rabia, libérate de las pasiones, aprecia lo ofrecido por tus sentidos, son algunas de las recomendaciones que, con la elegancia de sus versos – “Eres la línea curva del planeta/ y el misterio sin fin que abarca el cielo…”- Alfredo nos deja en un poema de lucha, valentía y esperanza, mientras que, para él, esos versos, sus versos, solo deben ser testigos de la luz y de la vida. Y ahora, en la tibia arena de esta plácida ensenada, las olas derraman, a mi juicio, uno de los mejores poemas de Alfredo, “Para escribir”, quizá el más sincero, el más íntimo, el que muestra la catarsis que para un escritor supone el acto de la creación literaria: “Solo entonces/ puedo vaciarme en el papel,/saberme horizonte/ o pétalo marchito/…hoguera o estallido”. Versos que encierran esa verdad expresada por Jack London: “La alegría de crear no se paga con nada”.
El autor se interroga – paralelismo entre palmera y hombre –sobre la conveniencia de una vida plácida o, por el contrario, enervada para crecer como persona. También nos adiestra en el arte de trascender lo sensible para alcanzar el dominio de esa luz necesaria, ineludible. Alfredo alumbra la responsabilidad del hombre en su propio destino – “Por eso, el camino, solo es nuestro, / su luz, su sombra…”, la responsabilidad del hombre en su absurda terquedad: “Y lo sé/ y la veo/ y camino/…y tropiezo con ella”. El autor se lamenta de ese vacío sentimental - tizne de ceguera -, de esa melancolía del ayer, del anhelo por la luz pasada para, en poemas posteriores, confesar el dolor y la rabia que se estancan en su interior, esa soledad que hunde al hombre lejos de la acción sanadora de la luz. Para Alfredo, la vida es incertidumbre, noche y maraña de espinas, la vida es un vaivén de olas, metáfora de la mudanza del sentimiento a la que nos vemos sometidos.
Desde la tercera de las ensenadas, “Mar”, y como hombre de tierra adentro, Alfredo escribe sobre la percepción dualista del mar – nace, acaba; nuevo, arcano – y sobre su inmensidad solo abarcable por el mundo sensible. El autor conoce la acción terapéutica de la brisa para los males del corazón, propugna la necesidad de adentrarse en el mar - metáfora de la vida -, y conoce la intratabilidad de ese mismo mar al que, sin embargo, debemos nuestra vida. El vuelo de las golondrinas en la costa lleva la luz de la memoria a su niñez de tierra adentro mientras el gemido de una palmera azotada por el vendaval sirve para trasladar ese sentimiento a nuestra propia existencia. Alfredo sabe hablarnos de la fugacidad de la vida, del tránsito del hombre por la arena de la vida y nos describe – metáforas, símiles y personificaciones -, de una manera deliciosa, esa contemplación del mar para terminar con dos magníficos versos “Mientras, la luz,/ busca un sitio seguro donde dormir”.
Alfredo somete al dictado de la luz de la luna a las olas, a las mareas, también al asombro y a la mirada de los hombres, para luego dulcificar esa soberbia lunar y cantarnos la mirada inalcanzable de una niña por sobre la luz, ahora amable, de esa misma luna.
El autor sabe contemplar el mar y a su amada “…yo, esclavo y pávido/ -tocón de arcilla inane- /tú, libre,/ simbiosis del agua,/ íntima en su seno,/ ola y espuma de su inmensidad” y es consciente de la insignificancia del hombre ante ese mar, apenas una esquirla de la nada, pero una esquirla soberbia, atroz, incapaz de presagiar su propia muerte. Y de la muerte al alumbramiento, a esa sensación primigenia, líquida en la que yacimos antes de nacer, expresada en el poema “Sumergido”.
Las tres ensenadas confluyen ahora en un hermoso estuario de nombre “Coda” y en el que encontramos una lírica añoranza de la amada junto a un reproche de sí mismo, una interpretación sobre el origen del hombre – la tierra, el agua y la luz, lazarillo de la belleza – y la realidad del retorno a la llanura con los serones de esparto cargados de olas, viento, gaviotas y sueños, también con la paz y con todo el azul del mar. Sí, el retorno al sobrio invierno de la llanura, a ese invierno de las tierras de interior entibiado por el fuego del atardecer: “Arribo a esta llanura/ mi llanura/ raíz y cuna y tierra/ codicia matriz de mi embeleso/ la fragua de la tarde”.
Solo espero que disfruten de la desmesura de la luz, del aroma a salitre, del vuelo rígido de las gaviotas, del tacto de alguna caricia, del sabor del agua del mar, del rumor del viento bajo el blancor de la luna llena, de la maravilla de cada amanecer, de toda la verdad que acompaña a estos versos escritos durante un estío quizá inolvidable.