Aquella tarde, como tantas otras, estaba esperando a mi nieto a la salida del gimnasio porque sus padres se habían empeñado en apuntar al chiquillo a kárate. Decían que tenía que reforzar el tema físico y la autodefensa y, sobre todo, para que no fuese distinto a sus compañeros del cole. Lo cierto es que el crío andaba agobiado con tantas actividades extraescolares, que si inglés, matemáticas etc... Pero el caso es que con el kárate estaba contento porque le gustaba ponerse el kimono y ensayar esos movimientos casi ceremoniosos de las katas, así que a la hora de merendar salía con un hambre de mil demonios y el jodío se comía el sandwich en un pispás nada más verme porque, evidentemente, era yo el encargado de recogerle.
Como era mi costumbre, siempre llegaba con bastante antelación a su salida y, mientras esperaba, me gustaba observar a la gente, el tránsito de la calle... cualquier cosa ante mis ojos me servía para aguardar pacientemente sin mirar al reloj.
Esa tarde, sin embargo, andaba un poco descolocado, pues el fin de semana anterior habían cambiado la hora, de modo que tuve que echar un vistazo al peluco para asegurarme de no haber llegado tarde, porque empezaba a anochecer.
Reconozco que, desde la acera, la vista era amplia y allí podía ver el pequeño parque que había entre los pisos y las calles que confluían. Un lugar inusualmente salvaje, un paraje natural, casi rústico, quiero decir sin embaldosar, porque de un tiempo a esta parte la ciudad está repleta de losas, asfalto y hormigón, sin apenas espacio para la naturaleza. Será la nueva manía de técnicos y concejales para tratar de ahorrar en limpieza viaria pues parece que pavimentar parques y plantar árboles de diseño, y a ser posible de hoja perenne, son proyectos sostenibles. Luego, muy ufanos van pregonando a boca llena que han ampliado las zonas verdes del barrio o de la ciudad, ja, me río yo de eso.
Evidentemente, ante la falta de espacios adecuados, aquella arboleda, por el terreno y su sombra, era ideal para jugar a la petanca. Por eso, y como estaba oscureciendo, los últimos jubilados recogían las pesadas bolas de metal después de una tarde de partidas. Esa imagen tan era habitual que apenas le presté atención. Sin embargo, en uno de los bancos estaban recostados tres individuos que despertaron mi curiosidad; a pesar de la distancia podía distinguir sus pintas que, sin llegar a ser estrafalarias, eran chocantes por el contraste entre la edad y la vestimenta.
No era habitual ver a gente mayor embutida en ropa de cuero negro tan ajustada, con cazadoras repletas de parches y logos. Los tres individuos, a través de bromas, vacilaban entre sí simulando tocar la guitarra, moviendo la cabeza de arriba a abajo y bebiendo botes dobles de cerveza que, seguramente, habían comprado en la tienda de chinos de la esquina.
Inmediatamente, asocié la calvicie de uno de ellos y la escasa y endeble melena de los otros al otoño pues, de repente, una ráfaga de viento desprendió una gran cantidad de hojas de los plátanos. Al momento, supongo que para compensar esta semejanza decadente y casi triste, el instinto me trasladó a su juventud, que también fue la mía.
Me atrevo a pensar que, como tantos otros, de adolescentes escuchábamos música de los Credence Clearwater Revival y de los nativos americanos que formaron la banda de Redbone, pero después mis gustos musicales enseguida derivaron al pop frente al rock y, a través del tiempo, aunque tampoco pueda presumir de cabellera, he ido reafirmando mi gusto por las melodías de los Beatles u otros grupos nacionales como fueron CRAG, es decir: Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán.
Sospecho que aquellos colegas del parque, ahora envejecidos, fueron seguidores de grupos autóctonos como Leño, Barricada, Barón Rojo, Extremoduro y tantos otros de aquella época gloriosa de los ochenta, donde cada cual reivindicaba a su manera.
Pero la realidad era que no me identificaba con ellos y recelaba de aquellos tipos caducos, pues los asociaba a los gamberros de mi juventud. En aquellos años, como en tantas otras ciudades había pandillas que solo se divertían buscando bronca, actuaban de forma irreflexiva para alardear, porque la violencia callejera no es patrimonio de ninguna generación. No podía remediarlo, me faltaba afinidad para comprenderlos, porque esos horteras del parque daban el perfil de aquellos macarras que tuve que aguantar.
Ahora, y de vez en cuando, me cruzo con algunos tipos de aquella época que fueron unos "malotes"; como yo, hoy se comportan afablemente y pasean a sus nietos como abuelos venerables dignos de respeto y admiración, y eso me cabrea.
Estaba distraído, elucubrando sobre todos esos pensamientos tan absurdos como lejanos cuando el crío salió impaciente demandado su bocadillo, que ni siquiera me dio un beso.
Fue más tarde y ya por la noche cuando volví a recordar la imagen de aquellos fulanos. Entonces apareció el "Pepito Grillo" de mi conciencia mostrando la dualidad del yin y el yang que me persigue constantemente y me hace dudar sobre mi conducta.
Reflexionando, admití que me había formado un prejuicio negativo sobre personas que no conozco. Entonces me pregunté: ¿Con qué derecho juzgaba su modo de comportarse?, ¿qué razón me asistía para emitir un veredicto tan demoledor como injustificado?, ¿solo por su imagen tan incongruente a mis ojos? Yo, que a pesar de apostar por la melodía frente al ruido y ser políticamente correcto tengo a "Hair" como musical y película de culto; que me fascina la escena donde el personaje de Berger, con un aspecto desaliñado, canta y baila sobre la mesa de un banquete rompiendo el protocolo, el exceso de riqueza y la parafernalia de la sociedad burguesa, una escena magistral sobre la reivindicación. No, no tenía ningún derecho ni argumentos para criticarles, y con ese remordimiento me dormí aquella noche.
Al día siguiente, de nuevo volví a la rutina, al atardecer, otra vez esperaba a mi nieto mirando al parque; todo parecía igual y aquellos individuos, aunque habían cambiado de banco, seguían comportándose de la misma forma, a su rollo, bromeando y sin molestar a nadie, parecían unos rockeros trasnochados. Fue entonces, mirando la evidente desnudez de los árboles, cuando me acordé del famoso eslogan: "Los viejos rockeros nunca mueren" y observándoles pensé: “pero envejecen”.
De repente, cuando vi asomar al chiquillo, se interrumpieron mis pensamientos. Salía exaltado y dando brincos e, inusualmente, me abrazó. Sorprendido le pregunté: qué pasa criatura; “abuelo, abuelo, me ha dicho el profe que le diga a mamá que tiene que comprarme otro cinturón para el traje, que tiene que ser amarillo porque me han cambiado de nivel y de grupo”.
Estaba tan contento el jodío que ni siquiera me preguntó por el bocadillo. Entonces lo saqué de la bolsa, se lo di y, apresurándolo, le dije: vamos, vamos rápido que está empezando a chispear, que va a caer un chaparrón y nos vamos a calar. Precisamente antes de cruzar, pasamos justo al lado de los viejos rockeros, que seguían a su bola, ajenos a los goterones que empezaban a caer. Pero mi sentir ya no fue de rechazo o reparo porque, aunque tengamos diferentes pautas o ideología, generacionalmente, estaba vinculado a ellos.
Reconozco que siempre estuve muy condicionado por la suspicacia, pero aprendí la lección, fuera prejuicios y allá cada cual con su indumentaria. La tarde se había tornado oscura, arreció la lluvia y de los árboles volvieron a desprenderse las últimas hojas...
Globosonda: Texto para la Caja Negra de noviembre del 2022