Último adiós a Juanín
Si la imagen pudiera decolorarse, aquella fotografía bien pudiera situarse en los albores del siglo pasado. Sin embargo, la realidad mostraba una heterogénea serpiente multicolor de paraguas e indumentarias, porque las normas estéticas del luto tradicional ya no se respetaban.
No obstante, el día acompañaba a la tristeza del evento pues durante toda la noche y a estas horas de la mañana seguía orvallando, el cielo permanecía gris y aquel calabobos no inducía a levantar el ánimo.
A duras penas el coche fúnebre subía la empinada cuesta para llegar a la iglesia que coronaba la colina, un templo pequeño protegido por una sólida valla de piedra y con vistas a la ría. Detrás, unos pocos deudos y algunos vecinos acompañaban los restos de "Juanín".
A pesar de que hacía más de una hora que la santera abrió sus puertas, dentro todavía se respiraba un aire húmedo con olor a salitre. De repente, la comitiva ocupó al límite aquel espacio sagrado que solo se abría en ocasiones especiales, sobre todo en funerales, porque en la aldea quedaban muy pocos vecinos y todos eran mayores.
Aquella ceremonia la iba a celebrar el nuevo sacerdote que se encargaba de varias parroquias y que no conocía a Juanín, ni siquiera de vista, porque el finado nunca estuvo a las cosas de Dios.
Por eso, aquel cura, quizás por desconocimiento, o porque era un místico, basó su homilía en conceptos abstractos sobre la fe, un sermón repleto de términos tan rimbombantes como vacíos de contenido, una prédica repleta de verborrea que se demoró en minutos sin hacer referencia al difunto y que aburrió a los asistentes hasta los límites de la somnolencia.
Con lo fácil que hubiese sido hablar de Juanín. Solo con dar alguna pincelada sobre su humanidad, su generosidad o su discreción habría bastado. Diciendo simplemente que fue un buen hombre hubiera sido suficiente para contentar a los fieles del concejo que allí se congregaban; así cada cual habría podido recordar qué vínculo tenía con su vecino ahora ya fallecido.
La vida de Juanín fue tan simple como él, tan anodina como la de cualquiera de nosotros. Nació en aquella aldea y, desde muy pronto, aquello de las vacas y el pastoreo no le gustó mucho. Por eso, y como tampoco tenía tradición minera, después de la mili, ya no volvió por allí. Nunca supo explicar por qué se enroló en aquel barco de pesca, pero la realidad es que durante muchos años su principal ocupación fue la de pescador. En una de las ocasiones que volvió a puerto conoció a Adela y, al poco, se casaron. Después vinieron las dos hijas que, por las ausencias profesionales del padre, nunca le tuvieron mayor apego.
Juanín era un claro ejemplo de mediocridad, pues nunca destacó en nada. No era alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco, ni listo ni tonto, ni divertido ni aburrido. Cumplía con su trabajo y nunca renegó de él a pesar de las ausencias y la dureza del mar.
Creyente por tradición, la fe era un concepto que le quedaba grande porque apenas tenía simpatía por la gente de sotana y estola. De pequeño ni siquiera quiso ser monaguillo y nunca entendió el porqué de las misas en latín. Después de tantos años, a duras penas sabía rezar el Padrenuestro y solo se acordaba de Dios cuando un mar embravecido movía aquel barco como si fuese un cascarón.
Aquella última misa de cuerpo presente fue idea de sus hijas que habían vuelto de la capital para enterrar a su padre con una dignidad que quizás en vida no tuvo, o no se notó.
Cuando murió Adela, Juanín decidió volver a la aldea. Fue un acto de recogimiento, pero también de generosidad porque no quería darle tarea a sus hijas. Ellas, tan ocupadas con sus profesiones en la ciudad, apenas tenían tiempo para él. Sin embargo, en su interior se sentía orgulloso del esfuerzo que hizo para que recibieran una buena formación. La mayor era enfermera en el Hospital Provincial y la pequeña, después de sacar la oposición, ejercía de profesora en un instituto de Educación Secundaria Obligatoria con prestigio.
Se retiró a aquel terruño que conocía porque no quería darles molestias, pero también quiso sentirse más libre. Sin embargo, al poco de volver y, pasada la novedad, Juanín cada día comía menos, bebía más y fumaba demasiado tratando de vencer la soledad y la nostalgia. Poco pudieron hacer cuando le detectaron aquel cáncer, aunque tampoco él decidió enfrentarse a la enfermedad. Solo la contemplación de aquel paisaje y avistar la ría eran un efímero bálsamo ante el inminente desenlace.
Aquellas exequias pretendían justificar un sentimiento de dolor ante un final tan imprevisto como evidente. Una coartada para poner en orden las conciencias y someterse a los convencionalismos sociales a través de las múltiples condolencias que recibieron. Algún lugareño les susurró en el duelo que el finado debía estar orgulloso de ellas, que era muy bonito que desde su sepultura se podían contemplar las subidas de la marea en la ría.
¡Pero qué importaba ya! Hacía horas que el cuerpo y el espíritu de Juanín navegaban por universos desconocidos. A partir de ahora quizás solo será memoria o, tal vez, un pretexto para el relato.