Resplandores
Con las luces del nuevo vehículo, y como la señalización de la vía está recién pintada, imagina que se desplaza por una pista de aterrizaje hecha a su medida, pero desde que ha perdido vista, no le gusta conducir de noche. Lo fue notando poco a poco como tantas otras cosas que la edad le iba restando; pero cuando no queda más remedio que viajar en esas condiciones, intenta poner la máxima atención a los sentidos.
Menos mal que no es algo habitual, porque tampoco le gusta circular por esas carreteras comarcales tan estrechas y sin apenas arcén. Sin embargo, a esas horas de la madrugada, el inexistente tráfico le permitía activar las luces largas, unos focos desaprovechados porque únicamente los utilizaba en aquellas largas rectas.
Aunque iba solo, sin dejar de prestar cautela, se dejó llevar por la placidez del momento. Siempre que podía trataba de guardar en el subconsciente las sensaciones placenteras para recrearse más tarde evocando los ratos íntimos de felicidad.
En el horizonte, un firmamento repleto de miles de estrellas le llevó a rememorar a aquel adolescente que, en los pueblos de la vega del Ibor, y junto a sus colegas, de forma imprudente y en cualquier lugar, era capaz de tumbarse boca arriba para mirar el cielo. Aunque podía suceder un sobresalto, el espectáculo superaba con creces el riesgo ante una bóveda repleta de luz que los dejaba extasiados.
En esos años, y en aquellos pueblos de Extremadura, la contaminación lumínica era impensable. Ahora es otra historia, porque en muchos lugares del planeta se pueden observar zonas saturadas de luminosidad a pesar de la noche, un derroche de energía que evidencia los excesos de una sociedad consumista.
De repente, acaba de cruzarse un conejo, o una liebre, y se sobresalta. Menos mal que solo ha sido un susto porque no ha escuchado ningún impacto en el chasis. Qué peligro tienen estos pequeños animales que, durante la noche o al amanecer y atraídos por el resplandor de los faros, atraviesan la vía generando un peligro añadido.
Ese imprevisto le trae a la memoria un relato con respecto a la muerte. Me refiero a aquellos que en situaciones extremas y próximas al tránsito dicen haber visto una luz al final del túnel. Pero la ciencia, que siempre anda buscando respuestas, parece dictaminar que el fenómeno tiene que ver con las reacciones de las células o las neuronas ante la inminencia del fallecimiento.
¡Ah!, la luz y la muerte, qué fastidio, porque la frialdad del conocimiento o la interpretación científica apenas dejan espacio a la fantasía. Razonar que todo tenga un porqué siempre le causa desazón.
Con la prudencia que requiere la calzada sigue sumando kilómetros y, ensimismado, especula sobre la influencia del estado de ánimo en la percepción de la luz. De cómo nunca distingue igual las luces de la calle en un día normal frente al domingo por la noche. Realmente no sabe interpretar si la luz mortecina es cálida por las características de la luminotecnia o por su talante depresivo ante el ocaso de la festividad.
Esta noche, como no puede compartir charla durante el viaje, le ha dado por reflexionar. Definitivamente, se decanta por la luz fría, esa que casi siempre refleja la luna, un resplandor prestado frente a la calidez del sol que, aunque calienta, a veces es molesto y hasta tiene efectos nocivos, y no digamos si viajas en dirección poniente al caer la tarde, un horror.
De un tiempo a esta parte alucina con los avances en las técnicas de iluminación, y aunque su alcalde ha dicho que han gastado tanto y cuánto para mejorar la eficiencia lumínica con lámparas led y toda la enrevesada normativa sobre el alumbrado público, lo verdaderamente cierto es que cada vez se encienden más tarde las farolas e incluso algunas noches no hay luz en el barrio, que aquellas calles parecen la boca de un lobo.
Dándole vueltas al asunto y tratando de seguir espabilado reconoce que los plafones con células o sensores son unos cachivaches fantásticos. Ahora es algo normal en cualquier edificio, pero él comprobó sus ventajas in situ en aquel hotel de Benidorm cuando se jubiló y pudo disfrutar de los viajes del Imserso. Y no, aquel automatismo no lo provocaba la magia de los cubatas, era simplemente el progreso de la tecnología. Sin embargo, le gustaba fantasear imaginando una legión de duendes, elfos o gnomos recorriendo los pasillos encendiendo y apagando las luces a su paso. Ahora esa idea se ha vuelto recurrente cuando baja o sube las escaleras de su portal, y se sonríe.
Está a punto de amanecer y apenas quedan unos kilómetros para llegar a su destino. A su espalda percibe el resplandor de un nuevo día, al frente, y aunque difuminada, ya se divisa la torre de la iglesia y los tejados de algunas casas de las afueras.
De repente, el contraste que supone la oscuridad frente a la luminosidad de una nueva jornada pretende asociarla a la supuesta luz que desprenden las personas, de cómo algunas son más opacas de lo que parecen, o al contrario, que a pesar de sus corazas, irradian chispazos que demandan conocimiento y comprensión. Pero ya es muy tarde, o muy pronto para entrar en nuevas elucubraciones, porque está muy cansado, molido sería la expresión exacta; pues a pesar de que durante el viaje le ha acompañado la belleza de un cielo estrellado, conducir de noche le agota.