La necesidad de la diáspora
El éxodo y las migraciones han sido siempre una constante en la historia de la humanidad. Ante la pobreza y las penurias de los pueblos la única alternativa posible para conseguir mayores recursos era desplazarse a otro lugar, a una nación diferente o a otro continente.
Este fenómeno ha sido más grande o más visible en determinadas épocas de la historia reciente. Aquí, en nuestro país, territorio de tránsito y de puente entre Europa y África, sabemos bien del drama que supone el éxodo, pues el Mediterráneo y el océano son testigos mudos de esta desdicha. Las vallas, las fronteras..., nada es ajeno a nuestro conocimiento.
Sin embargo, una vez establecidos aquellos que buscaban un futuro mejor, tarde o temprano suelen hacer el camino contrario. Es verdad que el regreso suele realizarse en condiciones más cómodas, seguramente ya documentados y con trabajos precarios o fijos en los países de acogida.
Pero yo me pregunto: ¿Qué razón les asiste para querer volver al lugar de origen? Y seguramente hay muchas respuestas posibles. Necesitan regresar a las raíces, a la infancia, volver a reencontrarse con la familia que quedó allá o para descansar unos días en su tierra nativa para, después, otra vez a seguir buscándose la vida entre culturas ajenas y costumbres diferentes.
Ahora quizás sea menos visible por el estado de las autopistas o autovías, pero en la década de los 70 y 80 del pasado siglo, cuando todavía en España las carreteras nacionales dejaban mucho que desear, el fenómeno del retorno vacacional de millones de magrebíes que trabajaban en los países europeos era fácilmente reconocible.
Veíamos coches y furgonetas cargados hasta límites increíbles, algunos mecánicamente precarios y a punto para el desguace, incapaces de acometer las pendientes que la orografía presentaba, automóviles emitiendo humo como chimeneas rodantes circulaban durante el periodo estival buscando el sur. Se rumoreaba que algunos adquirían esos viejos vehículos para hacer el último viaje y muchos de estos cacharros se quedaban en el continente africano.
Familias enteras viajaban apelotonadas en viajes que duraban varios días, no en vano algunos atravesaban varios países para llegar al destino, interminables horas conduciendo con calor y poca comida para alcanzar el ferry que les permitía atravesar el Estrecho.
Pero una desmedida fuerza interior les motivaba para aguantar los enormes inconvenientes, la ilusión de volver a ver a sus mayores, a su familia, a reencontrarse con los viejos hábitos y, por qué no, a presumir de su nuevo estatus ante aquellos que no se atrevieron a marcharse.
La emigración de nuestro país no fue igual, cuando muchos de los nuestros decidieron irse a los países centro-europeos lo hicieron en tren o en viejos autobuses, con pesados abrigos de paño y maletas de cartón.
La publicidad del NO-DO nos contaba que eran felices porque llenaban los teatros para ver a las folclóricas y a los coros y danzas que el Régimen les enviaba para consolarlos de la morriña, porque añoraban el terruño y deseaban volver cuanto antes.
Con lo ahorrado durante años, algunos volvieron y montaron pequeñas empresas y humildes negocios, otros se quedaron y formaron sus familias allí. Ahora, y con el tiempo, sabemos que no todo fue jauja, que muchos vivieron en barracones cercanos a las fábricas donde trabajaban, que laboraron jornadas de muchas horas y que pasaron grandes calamidades y mucho frío.
Sin embargo, la idea del retorno, la ilusión de la diáspora siempre estuvo en su mente, un ideal que les permitía tener conexión con la familia, con la infancia, con el paisaje austero y monótono de campos de cereal, de olivos y viñedos, pero que ellos idealizaban en la distancia.
Evidentemente, para retornar a un lugar, primero debes salir. Supongo que, como muchos otros jóvenes de aquella época, mi salida fue menos osada. Ni siquiera cambié de país, solo de comarca y de ciudad. Sin embargo, al contrario que otros, los primeros retornos a la tierra natal me causaban dolor, me había sentido desdeñado. ¿Pero por quién? Un sentimiento difuso porque no encontraba culpables, imaginaba haberme auto-desterrado de un territorio donde había sido feliz. Pero el tiempo restaña las heridas que provoca el resentimiento. Retornar fue menos traumático que partir y, poco a poco, tras cada viaje de vuelta, llegó el sosiego y la reconciliación.