La balanza
06 de mayo de 2024 (17:55 h.)
El abuelo era un hombre alto y corpulento, se suponía que era fuerte, aunque él nunca presumía de ello. Muchas veces le observaba cómo, con destreza, colgaba los sacos de patatas en el gancho de la romana que tenía colgada en el porche del patio.
En aquellos años era habitual comprar las patatas por junto para consumirlas durante el invierno, al igual que el aceite. Por eso el hortelano del barrio llevaba los sacos a casa de mis abuelos para pesarlos y después repartirlos a sus parroquianos.
La abuela decía que era costumbre de los pobres almacenar esos dos productos básicos, que lo de los señoritos era otra cosa, porque ellos solían tener una habitación de despensa, donde, además de las patatas, había sacos de judías y garbanzos, orzas con lomo y chorizos en aceite, tocino en sal y, colgados de las vigas, al menos un par de jamones junto a ristras de morcillas y longanizas.
Los abuelos tenían una pequeña y humilde tienda de ultramarinos en el barrio. Pero, antes de eso, el abuelo trabajaba en el campo. Un día, cansado de tanto bregar, le dio la ventolera y tiró por el camino de en medio. En apenas unos meses vendió la yunta de mulas, el olivar y todas las viñas. Todas, menos aquel majuelo cerca de la "Cocinilla" para poder entretenerse. El carro, como estaba muy viejo, no pudo venderlo y quedó arrinconado en el corral para refugio de las gallinas.
Al principio, la abuela Ana María pensó que era una chaladura y puso el grito en el cielo, pero después fue entrando en razón con la decisión de su marido y, juntos, convinieron en reformar el comedor que daba a la calle para convertirlo en una tienda de comestibles. Así no tendría que irse de quintería y podría quitarle un poco de trajín echándole una mano con los chicos.
Allí, en aquel reducido local, cada uno tenía su cometido. El abuelo se encargaba de comprar y transportar los productos más pesados. Pero generalmente, era la abuela la que se encargaba de atender a la clientela, porque a ella se le daban mejor las cuentas. Todavía recuerdo sus enormes sumas con números grandes en el papel de estraza.
Aquel espacio quedó muy apañado y estaba muy bien distribuido. En los anaqueles, mi abuelo colocaba las latas de conserva. Luego, una serie de cajones contenían los productos que se vendían a granel, que eran los más. En el mostrador de madera estaban las báscula, la bomba de cristal para el aceite que vendían por panillas, además de un enorme cuchillo con soporte de madera para cortar el bacalao y un montón de papel de estraza para envolver. Tampoco faltaba el tabal de cubanas (arenques) abierto. Nosotros siempre estábamos deseando que lo vendiese pronto para coger los aros y jugar en la calle con ellos.
Justo enfrente, y al lado de la puerta, estaban los bidones de moyuelo para las gallinas o los cerdos. Recuerdo que siempre tenían gente pues aquella tienda era un lugar de encuentro para el vecindario. Mi abuela solía apuntar en una libreta lo que dejaban a deber y, al final de la semana, o del mes, ajustaban cuentas con los deudores. Aquel "apúntamelo" era un soniquete habitual. ¡Cómo añoro aquella mezcla de olores tan particular como inconfundible!
Años más tarde, y cuando compraron el frigorífico, también hacían polos con agua y jarabe de fresa o de naranja. El mango era un palillo mondadientes.
Mi abuelo era más torpe con las cuentas, pero antes de comprar la báscula nueva consiguió una habilidad especial con la balanza de platillos, y manejaba el juego de pesas con mucha habilidad. El cuarto y mitad lo clavaba.
Él era un hombre de pocas palabras, pero alguna vez le gustaba hacernos preguntas trampa y nos decía: “A ver, ¿qué pesa más?, un kilo de "yerro" (hierro) o un kilo de paja”. Y casi siempre picábamos.
Pero recuerdo que en una ocasión el abuelo se puso serio y empezó a filosofar. Todo el relato venía a cuento sobre la balanza. Nos dijo que en los platillos y con un poco de imaginación también se podían pesar las emociones, los hechos. Lo bueno y lo malo, los aciertos y los errores, la salud y la enfermedad, lo importante y lo banal. Lo que se ama frente a lo que se odia, lo que se sabe y lo que se calla, lo que se siente y lo que se dice, lo que ofrecemos y lo que nos dan, hasta el cielo y el infierno. Con esta letanía que nos recitó como un mantra trataba de explicarnos cuánto de positivo y negativo hay en cada uno de nosotros. Nos dijo que al final de la vida había que echar un vistazo al equilibrio de nuestra balanza particular y comprobar qué pesaba más, si las luces o las sombras. Menuda charla nos dio aquella tarde, mudos nos quedamos ante sus sesudas reflexiones.
Cuando se jubiló, el abuelo se entretenía regando el patio y matando avispas con la escoba bajo la parra. Relataba que esos bichos picaban las uvas y estropeaban los racimos. Después perdió la cabeza y dejó de hablar. Entonces todo fue cuesta abajo y, un día, se murió. La abuela le sobrevivió unos años más y después nos dejó también. Hacía tiempo que ya habíamos iniciado la diáspora familiar por razones de trabajo, de estudios o por casamientos, pero al faltar los abuelos todo se precipitó y en aquel pueblo solo quedó la memoria y un caserón vacío.
Unos años después volví unos días para finiquitar aquel legado familiar, pues solo quedaba una enorme casa que apenas disfrutábamos porque ya no reunía las condiciones necesarias.
Aquella mañana en particular estaba abrumado ante el lío de papeles y documentos que debía presentar, así que para intentar despejarme decidí dar un paseo. Por "La avenida del colesterol" transitaban todo tipo de personas; supongo que la llamaban así porque los vecinos aprovechaban su recorrido para dar largas caminatas tratando de atemperar el exceso de azúcar o colesterol acumulado en el organismo. Pero también paseaban muchos residentes para airearse y romper con la rutina. Y yo era uno más.
Cansado, me senté enfrente de la estatua de un regidor famoso viendo pasar al personal. Iban cada uno a lo suyo, ensimismados, escuchando música por los auriculares, mirando el móvil, o simplemente abstraídos y pensando en sus cosas.
Nunca me había percatado, pero ahora me llamaba la atención el tamaño de la estatua que tenía delante. Fue entonces cuando me acordé del abuelo pensando que aquel edil pudo ser coetáneo suyo. Y empecé a comparar el peso que podría tener ese mamotreto de bronce con el peso de la paja de todos aquellos proyectos que pudieron quedarse en los cajones, planes fracasados o que no se realizaron. Y elucubré sobre las luces y las sombras de los personajes famosos, sobre todo, de aquellos que sueñan con pasar a la posteridad.
Desde que encontré en la cámara aquella vieja y herrumbrosa balanza que utilizaba el abuelo no paraba de darle vueltas al asunto, de lo que me sucedía y sobre aquel sermón que nos dio cuando era un chaval. En esos días mis pensamientos se convirtieron en un enorme cuestionario y no dejaba de preguntarme: ¿Dónde medir la inseguridad, en qué lugar o platillo debía colocar el desasosiego que me producía ajustar cuentas con la memoria? Sin embargo, tenía claro que, a pesar de simular indiferencia o frialdad, tarde o temprano esta añoranza reprimida iba a disparar el catálogo de sombras en mi balanza personal.
En aquellos años era habitual comprar las patatas por junto para consumirlas durante el invierno, al igual que el aceite. Por eso el hortelano del barrio llevaba los sacos a casa de mis abuelos para pesarlos y después repartirlos a sus parroquianos.
La abuela decía que era costumbre de los pobres almacenar esos dos productos básicos, que lo de los señoritos era otra cosa, porque ellos solían tener una habitación de despensa, donde, además de las patatas, había sacos de judías y garbanzos, orzas con lomo y chorizos en aceite, tocino en sal y, colgados de las vigas, al menos un par de jamones junto a ristras de morcillas y longanizas.
Los abuelos tenían una pequeña y humilde tienda de ultramarinos en el barrio. Pero, antes de eso, el abuelo trabajaba en el campo. Un día, cansado de tanto bregar, le dio la ventolera y tiró por el camino de en medio. En apenas unos meses vendió la yunta de mulas, el olivar y todas las viñas. Todas, menos aquel majuelo cerca de la "Cocinilla" para poder entretenerse. El carro, como estaba muy viejo, no pudo venderlo y quedó arrinconado en el corral para refugio de las gallinas.
Al principio, la abuela Ana María pensó que era una chaladura y puso el grito en el cielo, pero después fue entrando en razón con la decisión de su marido y, juntos, convinieron en reformar el comedor que daba a la calle para convertirlo en una tienda de comestibles. Así no tendría que irse de quintería y podría quitarle un poco de trajín echándole una mano con los chicos.
Allí, en aquel reducido local, cada uno tenía su cometido. El abuelo se encargaba de comprar y transportar los productos más pesados. Pero generalmente, era la abuela la que se encargaba de atender a la clientela, porque a ella se le daban mejor las cuentas. Todavía recuerdo sus enormes sumas con números grandes en el papel de estraza.
Aquel espacio quedó muy apañado y estaba muy bien distribuido. En los anaqueles, mi abuelo colocaba las latas de conserva. Luego, una serie de cajones contenían los productos que se vendían a granel, que eran los más. En el mostrador de madera estaban las báscula, la bomba de cristal para el aceite que vendían por panillas, además de un enorme cuchillo con soporte de madera para cortar el bacalao y un montón de papel de estraza para envolver. Tampoco faltaba el tabal de cubanas (arenques) abierto. Nosotros siempre estábamos deseando que lo vendiese pronto para coger los aros y jugar en la calle con ellos.
Justo enfrente, y al lado de la puerta, estaban los bidones de moyuelo para las gallinas o los cerdos. Recuerdo que siempre tenían gente pues aquella tienda era un lugar de encuentro para el vecindario. Mi abuela solía apuntar en una libreta lo que dejaban a deber y, al final de la semana, o del mes, ajustaban cuentas con los deudores. Aquel "apúntamelo" era un soniquete habitual. ¡Cómo añoro aquella mezcla de olores tan particular como inconfundible!
Años más tarde, y cuando compraron el frigorífico, también hacían polos con agua y jarabe de fresa o de naranja. El mango era un palillo mondadientes.
Mi abuelo era más torpe con las cuentas, pero antes de comprar la báscula nueva consiguió una habilidad especial con la balanza de platillos, y manejaba el juego de pesas con mucha habilidad. El cuarto y mitad lo clavaba.
Él era un hombre de pocas palabras, pero alguna vez le gustaba hacernos preguntas trampa y nos decía: “A ver, ¿qué pesa más?, un kilo de "yerro" (hierro) o un kilo de paja”. Y casi siempre picábamos.
Pero recuerdo que en una ocasión el abuelo se puso serio y empezó a filosofar. Todo el relato venía a cuento sobre la balanza. Nos dijo que en los platillos y con un poco de imaginación también se podían pesar las emociones, los hechos. Lo bueno y lo malo, los aciertos y los errores, la salud y la enfermedad, lo importante y lo banal. Lo que se ama frente a lo que se odia, lo que se sabe y lo que se calla, lo que se siente y lo que se dice, lo que ofrecemos y lo que nos dan, hasta el cielo y el infierno. Con esta letanía que nos recitó como un mantra trataba de explicarnos cuánto de positivo y negativo hay en cada uno de nosotros. Nos dijo que al final de la vida había que echar un vistazo al equilibrio de nuestra balanza particular y comprobar qué pesaba más, si las luces o las sombras. Menuda charla nos dio aquella tarde, mudos nos quedamos ante sus sesudas reflexiones.
Cuando se jubiló, el abuelo se entretenía regando el patio y matando avispas con la escoba bajo la parra. Relataba que esos bichos picaban las uvas y estropeaban los racimos. Después perdió la cabeza y dejó de hablar. Entonces todo fue cuesta abajo y, un día, se murió. La abuela le sobrevivió unos años más y después nos dejó también. Hacía tiempo que ya habíamos iniciado la diáspora familiar por razones de trabajo, de estudios o por casamientos, pero al faltar los abuelos todo se precipitó y en aquel pueblo solo quedó la memoria y un caserón vacío.
Unos años después volví unos días para finiquitar aquel legado familiar, pues solo quedaba una enorme casa que apenas disfrutábamos porque ya no reunía las condiciones necesarias.
Aquella mañana en particular estaba abrumado ante el lío de papeles y documentos que debía presentar, así que para intentar despejarme decidí dar un paseo. Por "La avenida del colesterol" transitaban todo tipo de personas; supongo que la llamaban así porque los vecinos aprovechaban su recorrido para dar largas caminatas tratando de atemperar el exceso de azúcar o colesterol acumulado en el organismo. Pero también paseaban muchos residentes para airearse y romper con la rutina. Y yo era uno más.
Cansado, me senté enfrente de la estatua de un regidor famoso viendo pasar al personal. Iban cada uno a lo suyo, ensimismados, escuchando música por los auriculares, mirando el móvil, o simplemente abstraídos y pensando en sus cosas.
Nunca me había percatado, pero ahora me llamaba la atención el tamaño de la estatua que tenía delante. Fue entonces cuando me acordé del abuelo pensando que aquel edil pudo ser coetáneo suyo. Y empecé a comparar el peso que podría tener ese mamotreto de bronce con el peso de la paja de todos aquellos proyectos que pudieron quedarse en los cajones, planes fracasados o que no se realizaron. Y elucubré sobre las luces y las sombras de los personajes famosos, sobre todo, de aquellos que sueñan con pasar a la posteridad.
Desde que encontré en la cámara aquella vieja y herrumbrosa balanza que utilizaba el abuelo no paraba de darle vueltas al asunto, de lo que me sucedía y sobre aquel sermón que nos dio cuando era un chaval. En esos días mis pensamientos se convirtieron en un enorme cuestionario y no dejaba de preguntarme: ¿Dónde medir la inseguridad, en qué lugar o platillo debía colocar el desasosiego que me producía ajustar cuentas con la memoria? Sin embargo, tenía claro que, a pesar de simular indiferencia o frialdad, tarde o temprano esta añoranza reprimida iba a disparar el catálogo de sombras en mi balanza personal.