El mueble
Escribo y no sé si lo que redacto es cierto o me lo invento. De todos modos, y ante la duda, recurro a buscar entre la maraña de la memoria fotogramas de un documental sobre el poeta Gabriel Celaya y Amparichu en su casa. Imágenes que muestran un hogar sencillo repleto de libros, pero decorado con unos muebles sobrios elaborados con un diseño simple y funcional. Lo que sí es completamente probado fue la precariedad del matrimonio en sus últimos años, cuando tuvieron que recurrir a vender su biblioteca personal para poder subsistir, pues su auténtica riqueza fue la libertad de pensamiento en toda su obra.
Sí, ya lo sé, me lo has repetido últimamente varias veces, que deberíamos cambiarlo, que está pasado de moda, me lo dices sutilmente para no llamarlo viejo, aunque no está muy deteriorado a pesar de las mudanzas. Si acaso su barniz está algo quemado por la luz de tantos días. Pero ahí está, estático, imperturbable y perenne, soportando en sus baldas todo tipo de piezas y vigilante de nuestra rutina diaria.
A veces, cuando estoy sentado frente a él me siento reflejado como en un espejo. Y no, no es algo corriente, porque además de reverberar la luz que entra por la ventana, su presencia me invita a evocar el pasado a través de su estructura modular y los objetos que contiene y lo adornan.
Todavía recuerdo cuando lo elegimos en aquel muestrario de la tienda. Enseguida apostamos por su diseño, moderno en aquellos años, sin saber cuánta realidad podían mostrarnos aquellas fotografías del catálogo. No teníamos ni idea de la calidad de su acabado, de su fortaleza o robustez. Nos gustó porque era diferente al estilo del momento, por sus líneas simples y su versatilidad. Ya sabes que soy un enamorado de la línea recta y de la sencillez, que no me gustan los recovecos ni el recargo de molduras y paneles, seguramente son manías del oficio por exceso o por defecto.
Llegó a aquel primer hogar envuelto en cartón porque, en aquellos años, todavía el embalaje de plástico de burbuja era poco habitual. Enseguida lo llenamos con todo tipo de cosas. Lo más importante en aquellos años fue aguantar aquel equipo de música que tan buen resultado nos ha dado y que ahora, en otro lugar, sigue funcionando como el primer día. Eso y los primeros vinilos de la música que nos gustaba y que ahora por pereza apenas ponemos por la comodidad que supone la reproducción de los CD.
Inalterable sigue la vitrina que contiene la tradicional vajilla de loza que, igualmente, solo hemos utilizado en puntuales ocasiones para dar relevancia a algún encuentro familiar. Las piezas de cristalería, tan delicadas, siempre me llevan a la Nochevieja y el recuerdo de tu abuela porque cada año rompía una copa que después debíamos reponer para que siguiera completa. Más tarde desistimos del ringorrango y utilizábamos otras más normales para evitar el estropicio.
Aunque ya en la nueva casa la reina y señora de su centro es la tele, primero una pesada y voluminosa y actualmente otra tan plana como ligera, pero que no nos importa demasiado y además, porque desde su pantalla observamos un mundo que no nos gusta.
También durante mucho tiempo sus baldas soportaron el peso de tus libros de cocina y repostería, que son muchos, demasiados pienso yo, pero no vamos a discutir, que los míos te ganan en peso y cantidad. Es cierto que tenemos algunos que reposan siempre allí como por ejemplo aquella magnífica edición de La Biblia que te regaló no sé quién, además de otros ejemplares muy bien encuadernados para el disfrute de la vista por sus excelentes fotografías.
Inalterables siguen la figuras de don Quijote y Sancho que nos regalaron mis amigos para nuestra boda. Unas efigies que parecen de escayola, aunque por su peso, ignoro realmente el material del que están construidas. También, y en lo alto, preside la habitual tinaja de barro con olivo que representa mi origen manchego, además de un pequeño y feo arcón, pero que apenas se ve, y que guarda una puñado de tierra de la ciudad donde nací.
Si me pongo a hacer balance sobre qué elementos hay más de uno que de otro, supongo que el asunto anda muy equilibrado, amén de los que compartimos. Fotos para recordar a los que ya no están entre nosotros, de los hijos y de la alegría de la familia, nuestra nieta. Ella es la que más protagoniza este tiempo que ahora vivimos.
En la parte inferior y más oculta seguimos guardando trastos que de vez en cuando utilizamos. Manteles para las ocasiones, la imprescindible cubertería de la dote. El caso es rellenar cajones, unos cajones colmados de agendas telefónicas, folletos y pequeños cachivaches de todo tipo que, cada cierto tiempo, debemos reordenar ante el desbarajuste del trajín diario.
También debajo tienen cobijo piezas que invitan el recuerdo y la nostalgia. Allí reposan varios álbumes de fotos que dejan constancia de nuestra trayectoria juntos. Los más antiguos ya se muestran descoloridos y con las fotografías difíciles de despegar, otros, los más modernos, las contienen en casillas plastificadas. Ahora, como casi todos, el móvil guarda nuestras imágenes más recientes.
Te cuento que, el otro día, buscando no sé qué cosa, me entretuve revisando esa caja enorme donde tenemos los carteles de propaganda de las obras de teatro que hemos visto y algunas entradas de aquellos eventos. Papeles y folletos que nos recuerdan los buenos ratos pasados y, también, reafirmarme sobre la crítica que hicimos de aquellas funciones que nos decepcionaron. Ese totum revolutum vino a confirmar que ha pasado mucho tiempo pero, tan deprisa, que apenas nos hemos dado cuenta.
Quiero pensar que el síndrome de Diógenes aún no nos ha atrapado, sobre todo a mí, porque no encuentro una razón lógica para guardar las cintas de vídeo que en su momento fueron la novedad y que me resisto a tirarlas al punto limpio, como si echase al basurero todo ese pasado que, querámoslo o no, nos ha conformado lo que somos ahora.
En estos días compruebo que han desaparecido las figuritas que salían en el roscón de Reyes, menos mal, porque ya apenas quedaba sitio para ponerlas. Supongo que andarán guardadas en algún lugar antes de que desparezcan definitivamente en un arrebato. Aunque pensándolo bien forman parte de la pequeña historia, del balance de cada año al iniciarse uno nuevo.
Inalterables siguen las piezas antiguas de cristal y el mosaico reposa-platos de cerámica de tus antepasados. Ahora también, y por fin, hemos encontrado el lugar ideal para lucir la vieja máquina de escribir que el "heredero" te trajo desde Múnich. Eso, junto al par de botes de sopa de tomate Campbell´s que, desde lo alto y seguramente caducadas, nos recuerdan el gran viaje de nuestra vida a la ciudad de los rascacielos, será por eso que los hemos situado allí arriba.
Supongo que seguirás intentando convencerme de las bondades del cambio, pero yo trataré de resistir lo que pueda por mantenerlo. Es más, procuraré razonarte con todos los argumentos posibles mi intransigencia y mi tozudez ante tus ideas de innovar.
Mira, aunque solo sea un objeto, deshacernos de él supondría que algo de nuestra particular historia desaparezca. Su tiempo es el nuestro, y adquirir algo más moderno y minimalista, solo de pensarlo, la frialdad de este tipo de interiorismo me echa para atrás. Además, te pregunto: ¿Dónde meteríamos tantas cosas?. No sé, no veo el momento, ni siquiera ahora que va a comenzar otro año me acostumbraría a una nueva simetría.
Ya sabes que esta estética me gusta, me he acostumbrado a este decorado y su conjunto es un reflejo de lo que somos. Además, ya sabes, tenemos otras prioridades.
Aunque no desesperes, que no quiero rehuir del debate, pero necesito algo de tiempo para que ella, nuestra nieta, empiece a memorizar este paisaje interior, este salón donde pasamos tantas horas, esta amalgama de figuras, de objetos prácticos y trastos inútiles, de libros y retratos. Todo para que algún día, al evocar su infancia, recuerde este mueble caduco y lo asocie con nosotros.