Al principio tembló. Dicen que los animales se marcharon del lugar antes de que comenzara la erupción del volcán. “Los peces han huido”, dicen que dijeron los pescadores. Un buen día el volcán empezó su especial fiesta. La suya, la de la Tierra honda. Como las revoluciones, que empiezan con cuchicheos en los despachos o en pequeñas reuniones y acaban gritándose en las tabernas hasta que, por fin, derraman su lava de gente protestando por las calles.
Cuando pronunció la primera explosión de humo, la gente corrió a refugiarse. Qué pena da pensar en la desesperación que vendría después. Sabían que viven junto a un volcán y, sin embargo, albergaban la esperanza de que, por ahora, no entraría en erupción. Como esa sangre paciente acostumbrada a no llegar nunca al río. Como la violencia aguantada que se acumula fardo a fardo hasta que un gesto o una mueca demasiado conocida, abre el volcán que cada uno lleva en la espalda y provoca la gran erupción que todos tenemos al menos una vez en la vida. Todo del revés, un terremoto anunciado mil veces y que siempre se quedaba en un pequeño temblor -apenas un espasmo- destruye todo a su paso y se abren el suelo y el techo de una vida. La lava del descontento inunda cualquier ilusión y arrasa con todo. El volcán estaba ahí, dormido, pero solo dormido.
Y es que no hay que llevarle la contraria a la Tierra. El volcán no engañaba, su presencia es palmaria y manifiesta avisando de que cualquier día -hoy, por ejemplo- todo se acaba y recomienza. La casa, los animales, los cultivos, todo ha desaparecido bajo la fatalidad de algo mucho más poderoso que nuestras pobres predicciones y planificaciones. Cuánto coraje habrán de tener las gentes que han perdido su forma de vida bajo la gigante boca de la Tierra.
¿Cómo se acostumbra uno a la provisionalidad, aunque en su horizonte aparezca un enorme volcán?, ¿cómo resistirse al instinto de echar raíces, aunque sea sobre tierra volcánica? Los palmeros tienen un tesoro, su volcán que, al tiempo que les da la vida, se la destruye. Y quien no tiene un volcán tiene el mar delante, que no perdona a nadie, aunque nuestra mirada crea ver en él la imagen de la magnanimidad. Y, si no es el mar, es el desierto: la luz infinita que todo lo engulle, aunque las dunas dulces parezcan inofensivas.
Ahí está el volcán de la Palma. Diseñando una isla nueva, playas y acantilados nuevos. Los palmeros están asistiendo al renacimiento de su propia isla y, como todos los partos naturales, lo están presenciando a costa de dolor y de la muerte del futuro que ellos tenían pensado. El Cumbre Vieja, la Tierra, está imponiendo su ley inderogable por la que se ordena no pensar que alguien tiene algo seguro y cierto en la vida. Un día se despierta un volcán, se desborda el mar o se enfada la lluvia y nuestra vida desaparece bajo un huracán de destrucción. Así lo contó Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad.