La mujer que cantaba sola en el confinamiento
“Poned atención: un corazón solitario no es un corazón” escribió Antonio Machado. En este caso, más que escribir, Machado dio una orden: poned atención. Un día durante algún mes del pasado confinamiento, venía de comprar naranjas. Nadie por la calle, pero desde un balcón se oía a una mujer cantando: “¡Ojalá que llueva café en el campo!” A todo lo que le daba la garganta. Cantaba muy fuerte y sin vergüenza alguna a que la oyeran en la calle. Reconocí su voz, era una compañera del colegio. Pensé en llamarla: “¡Tere!, ¡qué contenta estás!” Ella nunca estuvo sola. Hablaba y hablaba y compartía sus cosas y saltaba a la goma más alto que nadie. Si nadie la escuchaba porque resultaba pesada, se enfadaba abiertamente, sin pudor y sin apuro. Y es que Tere, la que cantaba a voz en grito con el balcón abierto, tenía una estupenda y magnífica poca vergüenza.
“Sembrar una llanura de batata y fresas. Ojalá que llueva café”, y si la llamara y le dijera que quería cantar con ella. Me recordó el anochecer de un verano en el que estaba estudiando -como siempre hacía en verano- y oí una voz desde la calle. Me asomé al balcón y allí estaba Paco Créis con una prueba de mi cuaderno de poesía que acababan de darle en la imprenta: “¡Aurora, baja un momento!” En los pueblos se puede llamar a la gente desde la calle y la gente sale al balcón y se habla. También estaba muy contento. Me enseñó el cuaderno de poesía, lo bien que había quedado. Y, cómo no, Paco me regañó porque había cambiado algunas poesías. “Pero es que ha quedado mejor de lo que esperaba” me dijo. Y se fue con el cuaderno bajo el brazo a su bodega que estaba al lado de mi casa a tomar un vino con sus amigos. Me habría ido con él, pero tenía que estudiar.
“¿La llamo y hablo con ella un rato?”, a Tere, la que cantaba sin vergüenza de que la oyeran en la calle. Pasé un constipado de verano cuando tenía trece años. Fiebre, frío y pastillas de Mejoral. Creo que las madres de mis amigas les dijeron que no fueran a verme por si les pegaba el catarro. Así que las tres, muertas de risa, me llamaron por una ventana de mi casa, pensando que era mi cuarto. Pero no, era el despacho de mi padre. Muy serio y muy hacia dentro de sus cosas, mi padre salió a la ventana y ellas salieron corriendo como si estuvieran robando algo. “Ahí fuera hay tres amigas tuyas que se ríen mucho y no sé por qué”, me dijo mi padre. No sé si alguna vez mi padre llegó a enterarse de que con trece años una se ríe y punto.
“Bajar por la colina de arroz graneado. Y continuar el arado con tu querer. ¡Oh, Oh!”, mi amiga Tere debía estar cantando en un karaoke, nunca he acertado qué decía la letra de esa canción. Pero estaba claro que no estaba sola. Evidentemente, se encontraba entre mucha gente cantando juntos y con alegría. Obedecí a Antonio Machado y puse atención, esa mujer no tenía un corazón solitario porque en ese salón, esa tarde de confinamiento, estaba Santo Domingo entero cantando con ella. No la interrumpí. Aquellas naranjas estaban especialmente ricas.