La joven de Igualada: noticia de invierno
Hacía mucho frío. Tres grados bajo cero. La joven de Igualada pasó horas tirada en el suelo como un animal desollado después de que la violaran.La desnudez, la indefensión, el desamparo…. Usaron su cuerpo para hacer valer su poder. La agresión sexual es un acto de poder en una modalidad siniestra porque arranca la delicadeza más íntima de la víctima para toda la vida. La sospecha le apretará siempre en las ingles, en los brazos, en el pecho, ya no. Ya no podrá entregarse confiada, ya no podrá entender que besar es precioso y que hay abrazos sinceros. Le han robado la vida.
¿Cuándo volverá a creer que puede ser amada? Desde ahora le costará entender el sexo sin culpa. La agresión sexual se adereza con el ácido corrosivo de la culpa que mutilaráel deseo sexual de la joven de dieciséis años a quien le costará mucho esfuerzo dejar de preguntarse si tuvo ella la culpa. Vendrá el exceso perverso de responsabilidad por el que la víctima asume la culpa del delincuente, todo resumido en una diabólica idea: me lo hicieron a mí porque me vieron débil.
Sangre en las orejas, traumatismo en la cabeza…una intencionalidad clara de causar más daño que el preciso para satisfacer el deseo de poder -no es deseo sexual- de un violador. El violador quiere dejar claro que él manda, que él es quien pone los límites y que, generalmente, carece de dichos límites. Por eso dejaron a la joven en lugar bien visible. Más que indiferencia y desprecio por su vida, se trata de un plus de intencionalidad que raya en el ensañamiento.
No faltará quien la culpe por volver a casa a las seis de la mañana. Si la presencia de una niña de dieciséis años caminando por un descampado hacia la estación, supone una provocación para un hombre, la vergüenza debe ser para el hombre. Todo aquel o aquella que atisbe un ápice de responsabilidad en una mujer violada añade más violación a la violación.
Quizá, a partir de ahora, esa niña no pueda entender el deseo masculino e identifique el amor con una ilusoria castidad. La violación es castrante: se apoderan del deseo natural de la víctima a quien le costará esfuerzo recuperar una vida sexual sana. “¡Guapa!”, alguien se lo volverá a decir y a ella le costará entender que se lo dicen de verdad y que el halago no exige algo a cambio. Cuando alguien vuelva a decirle “me gustas” no podrá evitar pensar, aunque sea de lejos, que estas palabras son el preámbulo del horror.
La mejor condena para un violador es sentir solo unos minutos que alguien con morros de cerdo está usando su cuerpo como carne fresca, que otra persona detenta sus entrañas como quien machaca a un pájaro pequeño; que un individuo ejerce sobre él una fuerza descomunal que lo paraliza y que le dejará invalidado parte de su corazón. Solo unos minutos de dolor para el placer de otro. Una condena legítima que, por desgracia, es ilegal.