viernes. 22.11.2024

Guerra de odios antiguos

“Una guerra, pasó por esta tierra como una maldición, dejando atrás su olor a muerte y destrucción”, cantaba 1976 la gran Cecilia. Las guerras tienen su raíz envenenada en odios antiguos. El conflicto palestino-israelí ya había nacido en el siglo XIX cuando comenzaron las migraciones sionistas a la tierra palestina. Pero fue después de la segunda guerra mundial cuando, con aprobación de una resolución de la propia Organización de las Naciones Unidas (1947), Reino Unido dividió el territorio en dos Estados, uno árabe y otro judío. Además, la autoridad británica clasificó a los palestinos en varias clases. El odio también comienza cuando se clasifica a las personas jerárquicamente, primero porque el mismo hecho de la clasificación ya es molesto y segundo porque después del peldaño más alto de esa jerarquía forzada e inventada, todas las personas se consideran mal clasificadas. Esto ocurrió en Palestina, cuando las migraciones judías se consolidaron en aquel territorio.

“Y hermano contra hermano y padre contra hijo. Y Dios maldijo a mi región” Según el Corán, libro sagrado del islam, todos son hijos del patriarca Abraham. La Biblia, por su parte, cuenta en el Éxodo un extenso drama entre los hijos de Abraham, sobre el cual no es momento de ironizar, considerando también al citado profeta como padre de las dos tribus. El odio nació y creció, por desgracia, entre quienes más tiempo convivieron juntos; entre quienes midieron cuál de los hijos recibió más cariño del padre, de profesión, profeta.

“Un viento amargo y triste divide el tiempo. Somos la misma sangre y dos pensamientos” El odio ya anidó en la primera relación entre iguales que narra la mitología cristiana, Caín y Abel, quienes se destruyeron por el odio que provoca constatar la valía de un individuo igual rango. Quizá, Caín mató tan solo por un destello de su hermano Abel; tal vez lo mató porque Abel vivía en paz y eso es molesto y muy odiable. El odio nace en cualquier rincón de la casa, cualquier noche viene y se sienta cómodamente porque viene para quedarse.

“Ha de venir la lluvia que lave viejas caras, desencajadas de rencor” ni los más cruentos derramamientos de sangre alivian la sed del odio creado hace un siglo. ¿Quién recuerda en Palestina a Theodor Herzl, escritor del libro Der Judnstaat (El estado de los judíos) en 1896? Y parte del odio nace de lo que escribió y preconizó este hombre nacido en Austria.

El odio antiguo no es ese borracho que, al fondo de una taberna, renueva su sed constantemente con el alcohol, como diría el poeta Charles Baudelaire, sino un hombre o mujer normal con una sed insaciable de la sangre del hermano. Porque ambos, palestinos y judíos, como tantos otros pueblos, han crecido, han respirado y han aprendido a vivir en referencia a ese odio. Y, todos, todos, somos iguales a ellos.

Guerra de odios antiguos