Botellón
“Alcohol, alcohol… hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual”, acabaron coreando los aficionados de Arcos de la Frontera en un partido de fútbol en el que, además de perder el Cádiz, no les vendieron nada de alcohol en aplicación de la Ley del Deporte. En aquel partido el público reivindicaba alcohol como quien reivindica libertad. Con el mismo coro, miles de personas se congregan los fines de semana para consumir bebidas alcohólicas en la calle porque la calle, bien entendida, tiene su punto de transgresión. Como si en plena Ley Seca el alcohol saliera de los tugurios prohibidos y se airea descaradamente ante la seguridad y orden público.
El encanto del botellón debe consistir en sentirse juntos, pertenecientes a un grupo enorme y, si uno no está, se está perdiendo algo muy importante que no volverá a repetirse. Seguro que aquella noche fue la mejor…justo la noche en que uno no está. Un exacerbado sentimiento del presente; la fiebre del ahora; la prisa por beberse el día y la noche, ¿y si lo mejor ocurre de madrugada? Tardarán años hasta percatarse de que todo era alcohol y hormonas, que lo que pasó no era nuevo sino tan igual como hace milenios. Objetivamente no hay nada deplorable en beber alcohol en la calle. Salvo que la ceremonia pública se desvirtúe y sirva para despertar el ardor guerrero de algunos que gustan de quemar contenedores. La comprensión por la hormona juvenil se acaba cuando, para algunos, lo mejor de la fiesta viene al final cuando llega la fuerza pública y hay que hace barricadas y pelearse con los agentes. El ensueño se pervierte y se convierte en algo lejano a la celebración báquica. En definitiva, hasta que el botellón se convierte en una guerra urbana que toca mucho los bemoles a la comunidad.
Hasta que un buen día, a una mente preclara de vanguardia se le ocurra beber nuevamente en copa y que es reivindicativo ataviarse con un chaqué. Solo es cuestión de prohibir el chaqué y la copa. O cobren decadente vigencia las puestas de largo con vestido de encaje de guipur con hilo de seda, solo hay que prohibir las puestas de largo y la seda.
Hacer botellón es antihigiénico, se pasa mucho frío y se acaba molido pasando tantas horas en pie. Pero es su juventud, son sus días y es su tiempo. En nuestra lejana juventud íbamos a un bar emblemático y también antihigiénico, - el Guarro para más señas- en el que bebíamos vino de misa y comíamos sospechosas patatas picantes. También íbamos a bares en los que había música, Dire Strait, David Bowie, Lou Reed y esa gente. Eran lugares que tampoco estaban bien vistos por el personal adulto, sobre todo porque el letrero de neón inducía a confusión a las mentes menos limpias y porque el aspecto de la juventud no era ortodoxo. Hubo que romper moldes y ¡vaya si los rompimos! Por eso ahora el botellón no nos asusta ni confunde, porque pasará, evolucionará y quién sabe qué otro invento nacerá de una juventud que se niega a ser anciana prematuramente.