Estoy convencido de que la sensatez del pueblo constituirá siempre el mejor ejército. Podrá descarriarse en algún momento, pero pronto se corregirá. El pueblo es el único censor de sus gobernantes; e incluso sus errores tenderán a hacer que estos se adhieran a los verdaderos principios de su institución. Castigar tales errores de un modo demasiado severo sería suprimir la única garantía de la libertad pública. El modo de evitar esas interposiciones irregulares del pueblo es proporcionarle una información completa de sus asuntos a través de los periódicos públicos, procurando que penetren en toda la masa popular. Como la base de nuestros gobiernos es la opinión del pueblo, su primera finalidad debe ser mantener ese derecho, y si me incumbiese decidir entre un gobierno sin periódicos o periódicos sin un gobierno no vacilaría un instante en preferir los segundos. Pero todo hombre debería recibir esas publicaciones, y ser capaz de leerlas.»
Thomas Jefferson al Coronel Edward Carrington. París, 16 de enero de 1787.
En Escritos políticos. Traducción de Antonio Escohotado. Editorial Tecnos, 1987.
La aparición de un nuevo medio de comunicación siempre es motivo de alegría. Incluso cuando su línea editorial nos chirríe y disguste, la simple posibilidad de una mayor transmisión de información y, sobre todo, conocimientos, debe aparecérsenos como la ocasión perfecta para el debate entre puntos de vista distintos. Lo contrario, la pretensión de que sólo tengan espacio público las ideas de nuestra propia cuerda ideológica, es, sin más, la perfecta expresión de una voluntad totalitaria en el sentido estricto de la expresión: aquella según la cual todo cuanto yo y los míos pensamos es la verdad absoluta y cualquier discrepancia es, a priori, bastarda expresión de un error de los otros, de manera que sólo nosotros podemos hablar y los otros deben callar. Siendo la libertad de expresión uno de los fundamentos últimos de cualquier sociedad que se quiera democrática, su estricto correlato «positivo» (en el sentido de que queda ahí puesto, a la vista de todos, mientras las simples palabras, como dice el refrán, «se las lleva el viento»), la libertad de prensa es uno de los pilares indiscutibles de la democracia y, en general, de toda sociedad libre y abierta. Pero, para que haya libertad de prensa, debe haber prensa…que pueda ser libre. «Prensa» es una venerable palabra que va camino de convertirse en simple metáfora. El medio que se inaugura en Valdepeñas es testimonio de esta tendencia. Los nostálgicos del papel, como el que escribe, sabremos, qué remedio, adaptarnos a la digitalidad…En papel o en pantalla, lo importante será que este nuevo medio colabore a revertir esa tendencia tan apresuradamente denominada «posverdad» (en rigor conceptual, imperio de la falsedad) que se apoya, como no puede ser de otra manera, en las «noticias falsas» (expresión esta que podría ser considerada, argumentablemente, una contradictio in adiecto, y que aquí se preferirá al anglicismo fake news). Si Jefferson levantase la cabeza y viese quién y cómo ocupa la cátedra que él ocupó tras Washington y Adams…
«…todo hombre debería recibir esas publicaciones, y ser capaz de leerlas…»
Pero, claro, no basta con las libertades de expresión y de prensa. No es suficiente con poder objetivar en un medio de comunicación ideas, noticias, informaciones, opiniones, datos…si el eventual lector no está capacitado para pensar, entender, filtrar, rebatir o corroborar todo ese material. Hay que ser capaz de leer y comprender. Y esa capacidad ya no está garantizada en el lector medio (en papel o en pantalla). Si es que alguna vez lo ha estado. Es un tópico (fundamentado) decir que las nuevas generaciones ya no son capaces de leer comprensivamente ni redactar expresivamente un texto complejo (quien esto escribe lo repite sin pudor ni rubor siempre que el tema sale a colación). Pero es que las generaciones anteriores…tampoco. Ahora bien, la tendencia es, a simple vista, degenerativa. No es lugar ni momento este para explayarse (lo habrá…). Las causas son muchas, pero no cabe duda de que la falta de dominio del lenguaje a que han dado lugar las sucesivas reformas educativas de las que las últimas generaciones han sido víctimas es una de las principales. Y si a estas catástrofes educativas derivadas de la nulidad intelectual del colectivo político-administrativo-psicopedagógico se añade una catástrofe sanitaria como la actual y su gestión por parte de los poderes públicos, el lenguaje y la capacidad de entender la realidad se ven amenazados a un nivel que sólo el Orwell teórico de la neolengua podría exponer de manera inteligible. Veamos dos ejemplos, uno trivial (aunque no tanto…) y otro más enjundioso, además de alguna propuesta.
«…como resolver una ecuación algebraica…»
«La solución que propongo es inventar palabras nuevas con la misma intencionalidad con la que inventaríamos componentes nuevos para un motor de coche. Supongamos que existiera un vocabulario que expresara con precisión la vida de la mente, o gran parte de ella. Supongamos que no tuviésemos esa sensación sofocante de que la vida es inexpresable, que no tuviésemos que hacer triquiñuelas artísticas, que expresar lo que uno quiere decir fuese simplemente cuestión de escoger las palabras adecuadas y ponerlas en su sitio, como resolver una ecuación algebraica. Creo que las ventajas serían obvias. No lo es tanto, sin embargo, que sentarse y acuñar palabras de forma deliberada sea un procedimiento sensato».
George Orwell: «Palabras nuevas», en El poder y la palabra. 10 ensayos sobre lenguaje, política y verdad. Trad. De Inga Pellisa. Debate, 2017, p. 48.
No es obvio, según Orwell, que inventar palabras sea un procedimiento sensato…y aún así, se ha de intentar. Lo inaceptable es el continuo atentado contra una lengua tan rica en recursos como el español (o castellano, no entraremos en polémicas…aquí y ahora) en virtud de la pleitesía debida, por lo visto, a la koiné supuestamente inobjetable por lo que en otro lugar y en otro tiempo quien esto escribe llamó «papanatismo anglofílico», y que se resume en el principio, asumido como una verdad revelada, «cualquier muestra de oligofrenia galopante, dicha en inglés, se convierte en una expresión de genialidad». El inglés es un idioma extraordinario, con una historia y una literatura sólo igualadas por el español y algún otro. Pero eso no lo convierte, a pesar de su predominio mundial en casi todas las facetas en las que el lenguaje es un elemento determinante (¿y en cuál no?), en un punto de referencia absoluto al que todos los otros idiomas deban asimilarse. Es decir, el anglicismo es muy útil, y hasta imprescindible, al menos provisionalmente, cuando es estrictamente necesario, es decir, si no hay una palabra española, ya existente o acuñable de inmediato y con respeto al espíritu del idioma, que sea correlato de alguna nueva realidad nominada originalmente en el ámbito anglosajón. El recurso al griego y al latín para la acuñación de palabras, que permita evitar la traducción literal y muchas veces forzada o abiertamente errónea de palabras inglesas (piénsese, por poner un ejemplo trivial, en eventually y «eventualmente», que no significan lo mismo), es una solución formidable. Pero en muchas ocasiones no es necesario. Por ejemplo:
«Escalada» / «desescalada»
Dos palabras «estrella» desde el comienzo de la pandemia. La primera no plantea problemas. «Escalada» (DRAE):
1. f. Acción y efecto de HYPERLINK "https://dle.rae.es/?id=G6T25Xg" \l "6yCA7tN" escalar (entrar en una plaza fuerte con escalas).
2. f. Acción y efecto de HYPERLINK "https://dle.rae.es/?id=G6T25Xg" \l "6yCG5hT" escalar (subir por una pendiente o a una gran altura).
3. f. Aumento rápido y por lo general alarmante de algo, como los precios, los actos delictivos, los gastos, los armamentos, etc.
Quienes tenemos una cierta edad y estábamos un poco atentos a lo que ocurría durante la Guerra Fría (ya hacia al final, las cosas como sean…) oíamos diariamente en los informativos la expresión «escalada de tensión», de significado equivalente a la tercera acepción del DRAE. Sin embargo:
«Aviso: La palabra “desescalada” no está en el Diccionario»,
lo cual podría no significar nada: hay tantas palabras que no están y deberían estar como otras que están y, tal vez, no deberían…Pero Doctores tiene la Academia, y «desescalada» no está, porque es un anglicismo innecesario. Por supuesto, siguiendo la política de la Docta Casa de no meterse en berenjenales, terminarán incluyéndola en el Diccionario y aquí paz y después ni pena ni gloria. Pero, por el momento, mejor «disminución», «reducción», «aminoración»…
«Distancia social»
La distancia físico-espacial-biológica que se nos recomienda (o exige, con pocos visos de éxito) que mantengamos para evitar o aminorar el número de contagios es una distancia de seguridad, no una «distancia social». Acertaba en esto la DGT hace unos meses cuando en los carteles luminosos de las autovías y autopistas se podía leer (se reproduce de memoria y quizá imprecisamente) «en carretera, también distancia de seguridad». Ese «también» hacía referencia a la distancia de seguridad necesaria entre cuerpos biofísicos emisores de aerosoles eventualmente (en español…) transmisores de virus para evitar, en cierta medida, los contagios. La «distancia social» es una categoría sociológica, no sanitaria o higiénica, consistente en la diferencia que existe (objetiva o subjetivamente) entre clases sociales en función del origen genealógico, las posibilidades económicas, la formación cultural o académica o incluso la adopción de modos y maneras sociales y de urbanidad más o menos cultivados. Por ejemplo:
«La distancia social especialmente pronunciada [en el siglo XVIII] entre la nobleza y la burguesía, documentada con innúmeros testimonios estaba condicionada, sin duda alguna, por las relativas estrecheces y el escaso bienestar de ambos sectores […] La heroína de clase media es engañada por el cortesano aristócrata. La prevención, el miedo ante el “seductor” socialmente superior, con el que la muchacha no puede casarse debido a la distancia social que entre ellos media…»
Norbert Elias: El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. FCE, 1987, pp. 71 y 73 (cursivas nuestras).
Que un gobierno socialista (o socialcomunista, como también se dice) reclame de la ciudadanía el mantenimiento de una «distancia social» puede deberse a un lapsus o a la simple ignorancia. Aceptemos la primera hipótesis…y mantengamos la oportuna distancia de seguridad.
«Nueva normalidad»
La expresión «nueva normalidad» está correctamente acuñada y es perfectamente pertinente, contra lo que afirman algunos pseudoperiodistas filólogos aficionados hipercríticos (y algunos politicastros). Usar mascarilla eficaz, y no una cualquiera, mantener la distancia de seguridad y extremar la higiene y la desinfección de las partes del cuerpo más expuestas y de las zonas compartidas de trabajo, ocio y vida en general son tres nuevas normas que hasta la llegada de la pandemia no se veían necesarias ni nos imaginábamos que pudieran llegar a ser exigidas. Incluso al comienzo del (primer) confinamiento, las autoridades sanitarias descartaban la necesidad de la mascarilla a corto plazo, para darla por inevitable una semana después. Además de esas tres nuevas normas básicas, la lista de medidas a tomar obligatoriamente en el ámbito público (edificios de las administraciones e instituciones académicas y sanitarias, por ejemplo, además de la calle) y privado (locales de negocios y comercio en general) es ya muy amplia y en ocasiones genera ambigüedades, contradicciones, malentendidos y malhumores más o menos comprensibles. Pero son las normas y han de cumplirse aunque sólo sea por un simple sentido de urbanidad y civismo, o por la amenaza de la multa, en el límite. Las manifestaciones conspiranoicas antimascarilla incitadas por artistillos en el ocaso de su carrera (si es que la han tenido alguna vez) y por curanderos, además de por pijos de barrio bien, son, por supuesto, legítimas en una democracia…mientras no pongan en riesgo la salud de quienes no están de acuerdo, por simple civismo, urbanidad o por ideología, con su discrepancia. Resultaba curioso ver a gente protestando contra la mascarilla…con la mascarilla puesta, para evitar la multa, en un ridículo ejercicio de incoherencia y oportunismo, y enterarse dos días después de que algunos de esos manifestantes habían resultado contagiados.
Es un tiempo nuevo que no se sabe por cuánto se prolongará y que puede dar lugar a un cambio de dimensiones antropológicas. Se trata de una pangeotia como nunca se había dado en la historia de la humanidad: toda (pan) la Tierra (gea) está infectada o amenazada de infección inminente. Y sólo queda aceptar que las medidas a tomar para evitar su expansión en la medida de lo posible y lograr su erradicación como objetivo último son inevitables, por muy molestas que sean (que lo son, y mucho…) Nos hemos visto instalados de golpe y porrazo en una neonomía (neo: nuevo; nomos: norma) que ha dejado atrás nuestra vida de siempre, nuestra paleonomía (paleo: viejo, antiguo). Y ello no conlleva ni sumisión ni obediencia ciega un gobierno nacional o supranacional; al contrario, la situación exige la vigilancia del gobierno por parte de la ciudadanía tanto como sentido común. Por ejemplo, para no aceptar el discurso según el cual «estamos en una guerra» y, consiguientemente, «se impone una economía de guerra». No estamos en una guerra…aunque sí en una lucha. Una lucha cívica, sanitaria y moral. Científica y humanista. De la que saldremos mejores seres humanos…o peores. Ya se verá.
¿Qué hacer? Lo que viene haciendo la Humanidad desde que es tal: ingeniárselas para sobrevivir. Pero desde la atalaya histórica que ocupamos, sabemos (o deberíamos saber…) que ciertas respuestas a ciertas crisis no son aceptables.
Y ya que la casta política no va a estar a la altura, que por lo menos lo esté la ciudadanía.