¿Qué saber?
«Ya sabéis quién era Querefonte. Fue amigo mío desde joven y fue amigo de muchos de vosotros, y marchó al exilio y regresó de él junto con vosotros. Sabéis bien cómo era Querefonte, el ardor que ponía en todos sus empeños. Pues en cierta ocasión que fue a Delfos, se atrevió a formular esta pregunta al oráculo (y, como os vengo diciendo, atenienses, no protestéis): le preguntó si había alguien más sabio que yo. La Pitia le contestó que no había nadie más sabio. Sobre esto, su hermano, que está aquí, testificará ante vosotros, ya que Querefonte ha muerto» (Platón de Atenas [-427 — -347]: Apología de Sócrates, 21a. Ed. De Miguel García-Baró. Sígueme, 2005, p. 135).
«Ea, escuchad también otra cosa, para que quienes de entre vosotros lo deseen desconfíen todavía más del favor con que he sido honrado por los dioses. Un día que Querefonte acudió al oráculo de Delfos para interrogarle acerca de mí, en presencia de muchos testigos le respondió Apolo que ningún hombre era más libre, ni más justo, ni más sabio que yo» (Jenofonte de Atenas [-431 — -354]: Apología de Sócrates. Edición de Juan Zaragoza. Biblioteca Gredos, RBA, 2007, p. 373)
No es difícil recordar cómo formula Sócrates su relación con el saber y la ignorancia, resumida a partir de la Apología platónica: «Solo es sabio quien sabe que no sabe, no quien se engaña creyendo saber e ignora incluso su propia ignorancia». Se ha podido ver en esta frase una paradoja, un mero juego de palabras y hasta una expresión de la proverbial y metódica ironía socrática. Ni una cosa, ni la otra, ni la tercera. No hay paradoja en decir que quien cree saber no es consciente de que fuera de su alcance hay una cantidad de conocimientos infinita, que convierte aquel saber en infinitésimo. El supuesto juego de palabras se diluye en cuanto reconocemos al menos dos niveles de discurso: el discurso sobre el saber y el metadiscurso sobre la conciencia de la ignorancia («Soy consciente de que lo que sé se reduce a la nada por comparación con lo que ignoro»). La ironía, como primera fase del método de Sócrates («el protofilósofo» se le ha llamado, tal vez precipitadamente), previa a la mayéutica, se proyecta sobre el interlocutor, precisamente para hacerle llegar a la conclusión de que todo aquello que creía ser conocimientos firmes y seguros no son tales. Por eso Sócrates necesita apelar a los testigos, directos (en Jenofonte) o indirectos (en Platón: el hermano del ya no-testigo Querefonte), de la sentencia del Oráculo de Delfos: no es él quien de sí mismo dice «soy sabio». Y sin embargo…
No tanto en Jenofonte, pero sí desde luego en Platón, la humildad intelectual de Sócrates no oculta el hecho de que Sócrates, en definitiva, sí es un sabio. André Comte-Sponville lo ha expuesto brillantemente en su Diccionario filosófico: Sabio «es quien no tiene necesidad, para ser feliz, de mentirse, ni de contarse cuentos, ni siquiera de tener suerte (…) el ignorante quiere tomar, poseer y conservar, mientras que el sabio se contenta con conocer, gustar (sapere, de donde procede sapiens, es tener gusto) y alegrarse» (Paidós, 2020, pp. 466-467). Por esto mismo otro filósofo francés, nada afecto a Comte-Sponville, ha podido referirse a Sócrates como «un tipo raro». Y peligroso (Roger-Pol Droit: Vivir hoy con Sócrates, Epicuro, Séneca y todos los demás. Paidós, 2012, pp. 116-122). En la conclusión del libro («Humanidades y humanidad»), Roger-Pol Droit denuncia la deriva hacia la barbarie de los sistemas educativos actuales. Barbarie que comienza por la creciente marginación de los saberes humanísticos en los planes de estudios de todos los países, empezando por los Estados Unidos de América y siguiendo, por puro papanatismo estandarizado, en la muy culta Europa, que copia lo peor de «los americanos» y deja de lado todo lo que de bueno ha aportado a la Humanidad esa gran república… fundada por un grupo de seres humanos para los cuales la antigüedad clásica grecorromana era un punto de referencia insoslayable. Al respecto hay bibliografía para parar un tren. Empiece el lector interesado por buscar en Google «Carl J. Richard» (para que luego digan que los que defendemos la cultura clásica somos luditas tecnófobos retrógrados).
No hay motivos para el optimismo a este respecto. El simple hecho de que pueda volver a ganar las elecciones presidenciales estadounidenses un sujeto definible poco más que como impresentable (se le ha definido mejor: en los libros de Aaron James Assholes. A theory, Nichola Brealey, 2012 y Assholes: A Theory of Donald Trump, Random House, 2016 [trad. española con el título Trump. Ensayo sobre la imbecilidad, Malpaso, 2016]) y el que en Europa (y en España señaladamente) tenga seguidores y admiradores es para echarse a temblar. Es el triunfo del antiintelectualismo y del estilo paranoico en política que describió brillantemente Richard Hofstadter en los años 1960, y que nos tiene que hacer dudar de la veracidad de la frase aristotélica «todos los hombres desean por naturaleza saber». Decididamente, hay muchos ejemplares de la especie homo sapiens que prefieren vivir en la ignorancia, pero no en la docta ignorancia socrática, sino en la ignorancia vocacional, la del ignorante en flexión de gerundio, y que, a partir de los 18 años, puede votar. En Estados Unidos y en España. La democracia es lo que tiene… y que dure (la democracia).