La libertad de cátedra
La reacción de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y de su equipo en Educación a lo que ellos entienden como exceso de ideologización adoctrinadora en los llamados «libros de texto» de apoyo a la docencia en la enseñanza no universitaria, suscita una reflexión acerca de los límites entre la enseñanza, la instrucción, la educación y el adoctrinamiento. ¿Hasta qué punto tiene derecho, y hasta obligación, el Estado (o sea, el gobierno) de garantizar que la ciudadanía menor de edad (a la mayor de edad se le presupone plena autonomía al respecto, lo cual es mucho suponer, pero eso es otra cuestión…) integra en su estructura mental, intelectual y moral un caudal de conocimientos, habilidades y capacidades intelectuales y académicas, actitudes y predisposiciones vitales y valores morales? ¿Quién debe determinar qué es lo óptimo o lo mínimo exigible con relación a todos estos elementos, y muy especialmente a los valores? ¿Qué sentido tiene, después de décadas de «sé tú mismo», «piensa por ti mismo», evaluar a la joven ciudadanía en función de «estándares», que, por su propia definición, implican una igualación (siempre a la bajay dejando aparte la ridícula concreción técnica de los «estándares» y sus consecuencias académicas) de todos? Pues tiene todo el sentido del mundo, dentro de una lógica perversa: el supuesto objetivo de «fomentar el espíritu crítico y el pensamiento libre» es falso y la perfecta coartada para la inculcación de ideologías justificadoras de un orden social, político y cultural al servicio de intereses de grupo. De cualquier grupo que toque poder. Por eso, no es razonable esperar que un grupo político-ideológico distinto al que controla actualmente el Estado (o sea, el gobierno, o sea, el erario) vaya a cambiar nada sustancial con relación al sistema público de instrucción y sus valores y «estándares», con la excusa, ya tópica y mecánica, de que «viene de Europa» [Excurso: En Castilla-La Mancha la jerarquía justificatoria de las medidas pedagógicas a aplicar sin rechistar es : 1) «Viene de Europa»; 2) «viene de Toledo»; 3) «lo dice el inspector»]. Por eso es tan importante comprender que la condición funcionarial del profesorado no puede implicar la disolución de su condición de ciudadano, con responsabilidades y obligaciones cívicas. El funcionario weberiano no debe transformarse en funcionario kafkiano: un profesorado burocratizado, maquinal, estandarizado es muy útil para la perpetuación de la estructura de poder estatal, o sea, gubernamental, pero un perfecto desastre para la sociedad civil. Hace unos años fue posible oír, en boca de un inspector de Educación, presentado como licenciado en Geografía e Historia y en Derecho, en el marco de un curso de formación para aspirantes a dirección de centros de Segunda Enseñanza, la siguiente pasmosa, escalofriante afirmación, proferida con un tonillo entre victorioso y amenazante: «no os equivoquéis, que no os engañen: en España no existe la libertad de cátedra». Contra lo que dice la Constitución, art. 20, c. Y si de iure esta frase es una tontería, de facto refleja una realidad indudable: el profesorado está sometido a los dictados de los psicopedagogos «europeos» (reflejo irreflexivo de los estadounidenses) al servicio de los intereses ideológicos y económicos de los grupos políticos cultural-hegemónicos (y, últimamente, del complejo industrial-digital). En España, la pseudoizquierda caricaturesca aerodinámica reaccionaria posmoderna. Y para evitar esta hegemonía cultural e intelectual y de «pensamiento único» (etiqueta desgastada por el uso, pero recuperable), sea de izquierda, de derecha o de cualquier otra latitud política, es necesario, imperativo, que la llamada «educación pública» recupere, o instaure, los criterios estrictamente intelectuales y académicos, no ideológicos, y vuelva a llamarse «instrucción pública» y actúe como tal, para lo cual lo primero sería expulsar a la pedagogía («la conducción de los niños») para sustituirla por la didáctica («la enseñanza») de contenidos concretos (científico-naturales y humano-sociales) y el desarrollo de las capacidades de análisis y síntesis, de crítica (en el sentido originario de «discernimiento»), de investigación y estudio, de comprensión y expresión lingüísticas, de pensamiento y cálculo lógico-matemático, de autoubicación cronológico-eventual en un eje histórico-cultural y, como suma y culminación de todos estos elementos, de inquisición filosófica. Ni que decir tiene que todos estos contenidos y capacidades de los que tiene que responsabilizarse un sistema de instrucción pública (o «público de instrucción», según se prefiera) excluyen, radicalmente y sin aceptar ninguna forma de «marco común» (en el sentido popperiano; véase Karl R. Popper: El mito del marco común. En defensa de la ciencia y la racionalidad. Paidós, 1997, pp. 45-72) las ideas pseudocientíficas, místicas, dogmático-religiosas, sectarias, pseudoterapéuticas «orientales», parapsicológicas, ocultistas, astrológicas, terraplanistas, cósmico-energéticas y toda la demás basura antiintelectual e irracionalista, ese «asilo de la ignorancia» (tan económicamente rentable, por lo demás…para los farsantes que las ejercen). La libertad de cátedra no puede amparar ninguna de esas supercherías perversas (que ni son inocuas ni inofensivas) ni ninguna forma de ideología política cuyos principios o presupuestos entren en colisión con el orden constitucional. ¿Se debe prohibir su libre expresión? Fuera de las aulas, no, de ninguna manera. En las aulas, sí, ¡absolutamente! Garantizada esta asepsia, la libertad de cátedra debe ser intocable, como las de pensamiento, conciencia, expresión y opinión. ¿Es posible evitar la ideologización del profesorado y su tendencia al adoctrinamiento? No, en tanto que seres humanos con pensamiento, orígenes, intereses, filiaciones, deseos y perspectivas propios. La ventaja de los centros públicos de enseñanza reside en que cada miembro del profesorado es de su padre y su madre y piensa lo que le parece bien o le han enseñado a o condicionado para pensar, y si uno va más allá de lo sensato en la expresión de sus convicciones, otro habrá que piense de manera distinta y hasta contraria y compense y presente otra versión de los hechos o explicación de las teorías. El problema emerge cuando desde las altas instancias políticas se impone, vía pedagogía, una forma de pensamiento ideológico disperso en los manuales aprobados con el nihil obstat del gobierno de turno. Y ahí ha de resurgir la libertad de cátedra de quien tiene derecho a decidir si quiere usar un manual u otro o ninguno.
Cuenta Jean-François Revel en «La traición de los profes» (en El conocimiento inútil. Espasa-Calpe, 1993, pp. 373-403) que la supresión de los manuales fue un objetivo de la izquierda a partir de 1968, con el argumento de que forman parte estructural de la «escuela de los patronos». En la actualidad es al revés, como resultado de la alianza entre las editoriales y los partidos comunistas y socialistas, con el objetivo de asegurar, por un lado, el negocio, y, por otro, el adoctrinamiento. Como haría cualquier otro grupo hegemónico-cultural de la tendencia ideológica que fuese. Solo queda defender a capa y espada la libertad de cátedra en las aulas y la de expresión fuera de ellas. Y capear el temporal.