La importancia de ser formal

El 14 de febrero de 1895 se estrenó en el Saint James’s Theatre de Londres la obra de teatro The Importance of Being Earnest, A Trivial Comedy for Serious People, de Oscar Wilde. El título tradicional en español, La importancia de llamarse Ernesto (en ocasiones, pocas, con el subtítulo Una comedia trivial para gente serie) es injustificable, independientemente del desarrollo de la obra. Julio Gómez de la Serna la tradujo, contenida en las Obras Completas de Wilde (Biblioteca Nueva, 1951), con el título La importancia de ser formal. No se enmendará la plana aquí a Don Julio, pero una traducción más libre, y semánticamente más completa, sería La importancia de ser educado y formal [Merriam-Webster: «characterized by or proceeding from an intense and serious state of mind»]. Y, efectivamente, ser educado y formal es muy importante…

La actual situación política española debería exigir una intensificación del carácter formal, incluso formalista, de las actuaciones de los representantes de la soberanía popular en el Parlamento. El proceso de investidura del futuro presidente del gobierno de España se ha visto dificultado no solo por el resultado de las elecciones generales, sino también, y más, por la frivolidad de algunos políticos que se han puesto a interpretar el ya famoso artículo 99 de la Constitución española, sin que parezca que se lo hayan leído ni por encima. Pedro Sánchez pontificó: «el artículo 99 dice claramente que el Rey deberá proponer para la investidura al candidato con más apoyos [cursivas nuestras]». La «jurista» Yolanda Díaz, sorpresivamente, apoyó a Pedro. Quien lea el artículo verá sin dificultad que de «claramente», nada. Roberto Blanco Valdés, catedrático de Derecho constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela, en su libro Introducción a la Constitución de 1978 (Alianza Editorial, 2016, 5ª ed., p. 126) ve «con toda claridad en el espíritu del artículo 99» que «el Rey se limita a proponer al líder del partido que ha obtenido mayor número de diputados» (como ha terminado sucediendo), apelando al «peso de una auténtica convención constitucional». Obviamente, un catedrático de Derecho constitucional con cuarenta años de trayectoria y al menos trece libros sobre teoría e historia constitucional no puede saber más sobre esta cuestión que la «jurista» y abogada laboralista Yolanda Díaz. Pero, en todo caso, lo único que queda claro es que la potestad de designar al primer candidato y sucesivos, que podrían ser 11, uno por cada partido que han resultado con representación en el Congreso, corresponde al Rey, siguiendo al pie de la letra el artículo 99. Y así habría de ser, porque cuando una única letra puede ser leída con varios «espíritus» (una legión…), lo correcto es ser formal y formalista y ajustarse a la letra, a riesgo de tener que recurrir a una güija para interpretar la Constitución (o a un exorcista…). La reacción de Ione Belarra, acusando al Jefe del Estado de «haber actuado de parte» y de los portavoces del PSOE (Patxi López y Pilar Alegría) negando legitimidad a la candidatura de Núñez Feijóo de manera maleducada, grosera y ordinaria descalifican personal e institucionalmente a Felipe VI, quien, guste o no guste, tiene las funciones que tiene según el texto constitucional. Y entre ellas, según el artículo 99, está la de evacuar consultas con los representantes de los partidos políticos con representación parlamentaria para hacerse una idea de a quién debe proponer como candidato a la investidura. Pero si hasta cuatro partidos no mandan a ningún representante a consultar con el Rey y coincide que son los que van a decidir la investidura, supuestamente, a favor de Sánchez, ¿en qué se convierte este? ¿En indigno representante y portavoz de los grupos que no acuden? El Rey no puede actuar en función de simples supuestos, tácitos o explícitos, en los medios de comunicación o los mentideros: ni la opinión pública ni la publicada pueden sustituir a las formalidades institucional-democráticas. ¿La gente, votantes y cuadros políticos, del PSOE, no tienen nada que decir? ¿Y si  ERC, Junts, EH Bildu y BNG sí hubiesen enviado representantes a consultar con el Rey? Pues se supone que habría sido peor para Sánchez, porque le habrían contado al Jefe del Estado sus planes y exigencias a un gobierno PSOE-Sumar: ERC y Junts, una Ley de amnistía ad hoc a favor de los responsables de la proclamación, en 2017, de la República Independiente de Cataluña («ho tornarem a fer», recuérdese…), referéndum de autodeterminación vinculante, condonación de la deuda de Cataluña al Estado (que ya ha sido definida como una «mutualización» por quien sabe de la cuestión…porque terminaríamos pagándola todos, vía impuestos); EH Bildu, en connivencia profunda con el PNV que ya está saliendo a la superficie (el árbol y las nueces…), lo mismo, pero con relación al País Vasco, y el BNG…lo que puedan. Y, claro, el Jefe del Estado, que ha jurado defender la Constitución española, tendría que, de manera educada y formal, enseñarles la puerta y decirles que esperen sentados, porque es su obligación. Una Ley de Amnistía en un estado democrático de derecho es un disparate y una aberración que atenta contra una de las fuentes principales del derecho, el principio de legalidad, tanto si es una ley ad hoc y coyuntural (como se pretende) como si se busca una Ley General de Amnistía, que, en último análisis, concedería al Gobierno la potestad para nulificar un delito cometido antes de ser juzgado. No a un gobierno de Sánchez-Díaz, sino al Gobierno: ¿Hay alguien tan ingenuo que se crea que un gobierno futuro, del signo que sea, derogaría la Ley de Amnistía que se aprobase en los próximos cuatro años? La dejaría en un cajón hasta que le resultase interesante utilizarla…a favor de los suyos, desde unos corruptillos de poca monta a unos golpistas. Ítem más: una Ley de Amnistía animaría a cualquiera que quisiera proclamar por las bravas la independencia de cualquier territorio del Estado español, o montar, por ejemplo, unas Brigadas Rojas Españolas y asaltar el Congreso a sangre y fuego, derrocar al gobierno, remover al Rey de la Jefatura del Estado y, si le sale bien, establecer la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas Españolas. Y, si le sale mal a Pablo Iglesias y sus amigos, pues, pobrecitos, estaban temporalmente obnubilados, son unos niñatos que estaban jugando, no fue tan grave, no llegaron a nada, vamos a concederles una amnistía. Una amnistía tiene sentido durante un proceso transicional, de cambio de un régimen dictatorial a uno democrático y con el objetivo de evitar, en última instancia, la guerra civil. En la España preconstitucional y aún «franquista» de 1977 era imprescindible que tanto los opositores al antiguo régimen como sus miembros, a todas las escalas, fuesen exonerados de toda responsabilidad por delitos políticos. En un estado democrático de derecho una ley de amnistía (general o ad hoc y coyuntural) entraría en contradicción con el propio orden jurídico surgido del principio de legalidad, reconocido en la Constitución (art. 9: «La Constitución garantiza el principio de legalidad…») como uno de sus fundamentos previos. Que el texto constitucional no mencione explícitamente la ilegalidad de la amnistía no significa necesariamente que sea legal («lo que no está prohibido está permitido» y «lo que está permitido no es obligatorio»), antes bien, parece claro que compromete el principio de legalidad, que en román paladino viene a significar que 1) hay que actuar conforme a la ley (sometida al principio de no retroactividad) y 2) a quien actúa contrariamente a la ley se le persigue, se le juzga y se le encuentra culpable (y se le impone la pena correspondiente según el código oportuno) o inocente (y se le manda para casa). La amnistía implicaría que 1 se vuelve optativo y 2 queda al criterio del Gobierno. Y como eso implicaría acabar con la separación de los poderes del estado, en España dejaría de haber Constitución. Se puede no estar de acuerdo con el artículo 16 de la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 por lo radical de su expresión («Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución»), pero como principio regulador es impecable. Es curioso el entusiasmo con el que Sumar (la líder Yolanda Díaz, la Presidente y mujer fuerte de la coalición Marta Lois y Jaume Asens) se manifiesta a favor de la amnistía, como si fuese un nuevo «derecho humano», no solo posible, sino incluso justo y necesario y no vinculado a intereses estrictamente políticos: el «derecho a ser amnistiado», a no ser juzgado por la comisión de un delito… Yolanda Díaz se ha proclamado «guardiana de la Constitución» y ha encargado, según ella misma dice, un «dictamen» a un «grupo de expertos» cuya composición se desconoce, así como en qué revista jurídica de reconocido prestigio o en qué periódico serio, vegetal o digital, van a publicar sus argumentos para someterlos al donoso escrutinio de sus pares, expertos también en Derecho constitucional. Porque esto de «me dicen las personas expertas que la ley de amnistía es perfectamente constitucional» (Díaz dixit) solo es aceptable si se explicita quiénes son esas «personas expertas» (el nuevo mantra del oscurantismo político…) para que la opinión pública y la erudición académica pueda comprobar su bagaje y su experiencia y así concederle o no crédito intelectual y político a su «dictamen». El otro mantra de moda, «desjudicializar la política», según el cual se debe afrontar el «conflicto catalán» según parámetros estrictamente políticos y nunca jurídicos, es sencillamente ridículo y supondría remachar el clavo de la impunidad de los políticos, una especie de «aforamiento absoluto».

Y si para conseguir todo esto es necesario cederle diputados durante un ratito a los muy constitucionalistas de ERC (PSOE) y a los muy progresistas de Junts (Sumar), en una forma de «filibusterismo inverso (no obstruccionista)», más bien una «patente de corso» para asegurarle más de treinta mil euros al mes a unos «grupos parlamentarios propios», pues tira millas… Será legal, pero se le parece, y bien, a un monipodio fraudulento que deberían rechazar los electorados socialistas y sumaristas y los elementos estructurales del partido y la coalición que no forman parte de las camarillas oligárquicas que manda en ellos. Para ciertas cositas, en seguida se apela a los formalismos legales que facilitan chanchullos inmorales y democráticamente inaceptables. Nos vendría muy bien que la casta política española fundamentase su ejecutoria sobre unas bases de educación y formalidad. Porque es muy importante ser educado y formal...aunque no te llames Ernesto.