El sueño de un Poeta
Sobre el poemario “Amor, deseo y desencanto” de Joaquín Brotons Peñasco
“Amor, deseo y desencanto” es el tercer poemario de Joaquín Brotons Peñasco (Valdepeñas, 1952). Publicado por Ediciones de Participación en 1979, esta obra se compone de veinticuatro poemas en los que el autor evoca el tránsito desde el territorio fértil del amor, la noche, el estío, la piel y los abrazos hasta los baldíos solares de la melancolía, hasta esa tristeza que Luis Cernuda (Sevilla, 1902 – Ciudad de México, 1963) versificó con ánimo desolado: “Como un golpe de viento / que deshace la sombra, / caí en lo negro / en el mundo insaciable / He sido”. Ya desde el principio, Joaquín humaniza la luna llena y la designa como centinela de emociones, también como estricta vigía de la cadencia del corazón: “La luna está viva, callada, silenciosa en su noche…”, “La luna es el espejo doble de la vida, / de los sueños…”. Porque la luna es el poder que combate las sombras y alumbra al Poeta en su proceso creativo. La luna es inspiración, luz de ceniza en el túnel de los sueños. En este tránsito accidentado emergen, de súbito, paranoias de muerte, cantos fúnebres y desesperación: “Y siento en mi boca… / un fuego estrellado en el espacio de un amor / incandescente…”, sentimientos macerados en la tiniebla y sólo conjurados por los deseos y el sueño de un amor que navega, vuela y se arrastra entre el oleaje de la libertad.
El poema “Recuerdas…” es la memoria de un amor adolescente —“La eternidad nos unió para siempre en los sueños”— bajo la intemperie de las estrellas. Los versos de “La belleza de una escultura rota” son la confesión de un amor irrefrenable, la certeza del poder destructivo de lo inerte, la caricia esculpida del mármol y del bronce, caricia tenue, fría, deletérea. El recuerdo es el preámbulo de esa nostalgia: —“…ni caen las hojas secas y tristes de un ayer / de juveniles ilusiones, / de dorados recuerdos pasados”— que aún deberá derribar la empalizada del amor, de la esperanza en un amor que se consume en el paso del tiempo —“Y sin darnos cuenta el tiempo nos atrapa…”—, un amor que arde en ese fuego de rastrojos que desbarata la dicha y arrastra las pavesas de la soledad, del desencanto, de la resignación. Hasta que el amor acude a la caverna del poeta muerto y se abraza a él para adquirir la propiedad de sus versos, de su pureza, de su sinceridad: “Sólo el amor, / su amor / tiene derecho a su poesía…”.Sinceridad como la que Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, 1898 – Víznar, 1936),manifestó al escribir el soneto “El amor duerme en el pecho del poeta”: “Tú nunca entenderás lo que te quiero /porque duermes en mí y estás dormido / yo te oculto llorando, perseguido / por una voz de penetrante acero”.
Joaquín declara su amor a un cuerpo intangible, a esa sombra de alas negras, a ese pájaro negro de placer que para él es la poesía: un cuerpo sin dueño, libre y que no deja de perseguirle. Y mientras el autor empuña la bandera del amor y del abrazo, de la fraternidad y la belleza, también canta al deseo y a los sueños, a la luna no vivida y a la pureza. El poema “Despedida de fuego y lluvia” es una epístola atravesada de amor que comienza con una lírica descripción del amanecer sobre el mar, sobre ese nombre que graba en la arena, sobre esos versos que escribe en esa misma playa, versos de amor, pasión y esperanza que rubrica con el adiós: “Tengo que decir adiós, / la hora ha llegado, / el éxodo, / la huida… / …Adiós, sueño deseado”. Y en “La playa solitaria, abandonada”, durante la anochecida en la misma playa del poema anterior y bajo una luna pálida y fría, Joaquín se sumerge en el mar de la pasión y el deseo —caballo desbocado y salvaje—para clavar, en la blanca montaña del amor, la bandera de la libertad.
La luna interviene como protagonista en la mayoría de los poemas. Es como el asidero que el autor emplea para transitar por el vértigo de un abismo y así no precipitarse al vacío. La luna, “plenitud de fuego y luz”, “araña misteriosa de placer”, se convierte en el continente de un amor imposible, del deseo, del desencanto y los abrazos, en el solar desde donde el poeta espera la tormenta de un amor quizá cercano, el lugar desde el que aguarda “la mirada emocionada y llena de tristeza / de tus ojos de fuego”.
“La creciente soledad de la noche” es un monólogo interior en verso donde Joaquín describe minuciosamente sus terrores nocturnos, lo trémulo de sus sentimientos, el infierno de la soledad que se apodera de su cuerpo y su nostalgia del amor. Confiesa el tormento de los sueños y el recuerdo, del deseo y la locura, “…del hachazo frío del desamor”. El tránsito hacia la melancolía está ya consumado. También la revelación de la desesperanza y de la derrota, de su total sometimiento a la soledad: “Necesito abandonarme a los sueños… / encarcelarme voluntariamente, / ocultarme en la niebla espesa de mi celda de silencios / y mis poemas”. El pesimismo es patente ahora, días sin sol, sin estrellas, sin su luna salvadora. Sólo sombras —“palomas apresadas entre barrotes de silencio”—, tristeza, desánimo y renuncia a las máscaras de la cotidianidad, “esta careta de múltiples colores y formas que cubre / el absurdo / aquelarre de la vida”. Y así, Joaquín asume su condición de hombre solo, de hombre que, sin embargo, mantiene la compañía de la luna, y de sus sueños y deseos, y de sus recuerdos y sus versos entre una atmósfera fúnebre de cementerios, sueños confusos, antiguos ropajes y fosas rotas. Una atmósfera por la que fluye el viejo teatro de la vida. Pero Joaquín encuentra otro asidero firme al que agarrarse, un motivo por el que continuar su camino, una claridad que él vislumbra muy cerca, quizá demasiado cerca. Porque, como escribió Constantino Cavafis (Alejandría, 1863 – 1933), “Los días del futuro están delante de nosotros / como una hilera de velas encendidas / velas doradas, cálidas, y vivas”. Y así, Joaquín Brotons —al que los poetas Pablo García Baena y Carlos Ruiz Padilla denominaron el Cavafis de la Mancha— sabe que debe recoger los sueños que flotan en el aire, sueños que divagan en su oscuro camino de hombre solo. Y sabe también que debe interrogar al amor por su paradero, por el lugar en que se halla, el lugar de ese encuentro que no debería demorarse más. Porque no hay tiempo, su vida es un naufragio, sus versos inéditos se derraman en la arena de la playa mientras Joaquín —“corazón con alas de papel verde, sin amor”— se siente Poeta, se siente extraño. Se siente, sobre todo, soñador.