Los exilios de la sangre, de Juan José Guardia Polaino
Los exilios de la sangre es el título del último poemario de Juan José Guardia Polaino. Publicado por Ediciones C&C y prologado magistralmente por el profesor y escritor Pedro Antonio González Moreno, su lectura es un peregrinaje por lugares a menudo desconocidos, siempre en busca de la justicia y de la luz. El autor nos invita a participar en una romería melancólica por los mismos caminos que transitan los olvidados, los diferentes, los que no importan a nadie. Encontramos, al inicio, poemas íntimos de trasfondo existencialista, escritos en primera persona y en los que el dolor es la naturaleza misma del autor, un dolor que trasmina sus adentros y que le aleja de la palabra. Juan José es consciente de su nimiedad, pero también del orgullo otorgado por su sangre, una sangre combativa a la que se entrega por completo. Hallamos versos ungidos de derrota permanente, también de angustia, hastío y tristeza: “Soy hombre cansado de vivir/ para este mundo y sus abisales orillas.” Hay poemas que son gritos silenciosos, aseveraciones contra esa civilización sórdida que esquiva a los desheredados, versículos que dibujan la huida del hombre a la naturaleza, a los bosques y a la luz para redimirse del vacío de la vida, allí, entre la nobleza de los tejos, la bruma y el lento crepitar de las raíces. Juan José grita contra la injusticia de la misma manera que García Lorca se revolvió contra la angustia y la deshumanización en los versos de Poeta en Nueva York. Son los mismos desheredados que huyen de la soledad, del hambre y del olvido: “Allá donde no llegan los asfaltos, en los rincones secretos/ del mundo, los olvidados también son vida…” y que nos recuerdan a aquellos peregrinos que procesionaban entre el sol, el calor, el cielo gris y la cerrazón del polvo en Talpa, ese magnífico relato de Juan Rulfo donde el autor mejicano define con crudeza la cima de la desesperación humana: “Ya descansaremos cuando estemos muertos”.
En este éxodo andariego hay versos que son crítica estricta a la vanidad, a los que se proclaman intocables, dioses en cualquier arte, en cualquier menester, en cualquier circunstancia. Pero cuando llega el atardecer y deberíamos descansar algunas horas al borde del camino, sufrimos junto a la valentía de esas madres que gritan sin voz contra la guerra, madres que, en el incendio de su pecho, lloran por sus hijos muertos: “Dejadlas, porque en ellas/ vive la angustia de lo profundo.” En sus versículos, el autor busca el origen histórico, mítico, o quizá sagrado de la guerra, del dolor que ésta acarrea a los mortales. Dolor, desolación, muerte, destierro, llanto y silencio. Walt Whitman —uno de los poetas de referencia para Juan José—, en su obra Hojas de hierba, expresa también este dolor inconmensurable: “Vi despojos y despojos de todos los soldados muertos en la guerra,/ Pero vi que no estaban como se pensaba,/ Estaban en un reposo absoluto, no sufrían,/ Los vivos quedaban para sufrir, la madre sufría,/ Y la esposa, y el niño, y el camarada soñador sufrían…”
Juan José es terminante al definir el corazón del hombre: viejo, temeroso, enfermo y transido de oscuridad. Y para conjurar tanta podredumbre, el autor nos convoca con el remedio infalible de la palabra, de la palabra como ariete contra la muerte.
Una vieja quintería nos ofrece sosiego al principio de este camino y es aquí donde el autor descubre la metáfora del sufrimiento —fuego, llamas, grito, derrota, carne inútil y ceniza— y el deseo de mortalidad para lograr el exilio de la sangre: “Te bastaba la muerte, mas ésta no acudió”, “…y llamabas a la muerte./ Habías vivido/ toda la existencia/ azotado como una piedra de río.” Juan José declara su descreimiento hacia un Dios que debería ser indulgente, pero que solo ofrece resignación en la miseria. Porque el autor incide en esa desesperanza, en la duda, en el cansancio, en la pérdida de la fe y reniega así de las religiones: “…el alma es un bosque de gigantes secuoyas/ al que arrastran sus pies todos los pobres;/ es la única religión decente;” Antes de descansar, quizá, a la sombra de los tapiales derruidos de esta quintería, el autor se ve atrapado por la noche, el sueño, el insomnio y el ulular del viento. Juan José defiende la libertad de la palabra, antídoto preciso contra la vanidad y la ambición de ejércitos y religiones, aunque reconoce, pesimista, que la vida es una batalla perdida. Una batalla en la que solo se salvan los hombres buenos y sus flamígeras almas: “La tierra es una sima de sal escabrosa/ donde el hambre teje sus pañuelos de soledad.” Exquisita metáfora que condensa toda su melancolía.
El camino prosigue entre retazos de miseria y bajo las dentelladas del hambre. El camino se estrecha y se hace carril, senda, campo a través. El autor reivindica a los oprimidos frente a los villanos que trafican con sus almas y se sincera con nosotros al admitir su muy humana vulnerabilidad: “Temo ese dolor. Temo cualquier dolor/ que me postre ante el dolor.” Y es la guerra, de nuevo, el ancestral destino de los hombres. La guerra es odio, impostura, codicia, ambición, instinto y oscuridad. Y con la luz como contrapunto a la mala muerte —“¿Quién a los hombres/ nos ha erigido en sombra cuando hemos venido a ser luz?”—, Juan José define metafóricamente al hombre: “…humano temblor; aquellos que son liturgia útil/ en este mundo sin piedad;”
Casi a mitad del peregrinaje, llegamos a un descansadero provisto de fuente, pilón y un banco bajo la sombra de algunos olmos viejos. Mientras nos lavamos el rostro con el frío de aquellas aguas, el autor vuelve a mostrarnos la guerra con el templado filo de sus palabras: antorcha que nos incendia de rencor, viento oscuro que grita a los candiles, viento que borra los besos, el jinete impronunciable… También describe la condición humana con salpicaduras de resignación: “Somos seres erráticos y ambiciosos/ seres que habitamos augustos territorios y escribimos/ signos y palabras,/ vida sin memoria.”
El sol se descuelga desde la vertical del mediodía. El sendero se ensancha, se hace cordel, vereda, cañada. Juan José reivindica el sentimiento del verso ante su estética y reclama la vigencia de esta poesía maldita que mancha sus manos y le hace asomar sus dientes de fuego. Porque el poeta es “…una atalaya donde socorrer el alma/ y vigilar los candiles de la luz.” Y es en esta cañada de lindes anchurosas donde el autor arremete contra los hombres que perdieron la capacidad de amar —injustos, sanguinarios, licántropos— y ganaron el infierno y su exilio.
El poema Dispongo que así sea mi epitafio está compuesto por versículos íntimos teñidos de austeridad. Elegantes. Tiernos. Trascendentes. “Para este viaje sin retorno/ me bastan un puñado de tierra de mi tierra de luz/ y una piedra sobre mi pecho desnudo/ y los besos de los míos…” Y en el poema Huid de ese siniestro maquillaje, Juan José nos advierte del contagio de la vanidad, de lo efímero y de la codicia que corrompen al hombre. Un poema de sentimiento barroco y en el que encontramos este verso que bien podrá haber escrito don Francisco de Quevedo: “Solo la ceniza es la verdad.”
La cañada se bifurca ahora en dos veredas. Tomamos una de ellas, da igual, el azar conducirá nuestros pasos hacia el exilio de la sangre, hacia esa lucha ancestral entre el bien y el mal, entre la sangre de los justos y la de unos villanos que nos robaron la luz. Nunca más supimos del amor. Los exilios de la sangre nos arruinaron el alma. Pero ya en la vereda que conduce a los herbazales del mediodía, Juan José promete defender, desde el destierro, el corazón del hombre y la sangre de la vida. Confianza. Optimismo. Luz, al fin. El autor escribe contra la soledad. Necesita el amor, la luna, las palabras. “Yo ardo en el brillo de todos los ojos”, “…porque otra vez soy ceniza/ y es mi boca un suspiro de polvo.”
La vereda perfila ahora la sierra y sus ventisqueros. Nos detenemos para admirar la nieve y el horizonte, para “…oír la sangre que nos socorre en generoso bombeo.” Allí es donde Juan José se proclama soldado de las palabras ante el acecho del olvido. Allí es donde convoca a esas almas buenas que cohabitan en lo eterno del tiempo y que luchan, al borde del camino, contra el dolor, la hojarasca y los sucios imperios.
El arado recortó la vereda y la convirtió en cordel. Caminamos. Juan José contempla la batalla de los hombres contra la vida y alumbra un sentimiento mestizo entre la belleza de algunos y la imbecilidad del resto. Escribe la verdad de lo que ve, de lo que su entraña le dicta, y así, la voz rebelde de su sangre grita, de nuevo, contra la injusticia, la pobreza, el artificio y la soberbia. Recordamos las palabras del poeta León Felipe, uno de los más admirados por Juan José y del que recoge una parte importante de sus convicciones: “El poeta va recreando con su angustia viva las esencias vírgenes que matan sin cesar el político y el eclesiástico, esos hombres que piensan que ganan todas las batallas y dejan siempre seco y muerto el problema primario de la justicia del hombre.”
Llegamos a una ciudad abandonada. Una ciudad perdida, poblada de maleza, bosques y melancolía. Amanece y Juan José sigue allí, “…apostado a los umbrales de mi casa, como un semidios atlante en arenga de sacrificio/ sosteniendo esta ciudad abandonada por la ternura,/ intentando retener la sangre que huye en forzado exilio.” Y desde allí, el autor engarza estas magníficas metáforas del ser humano: “El hombre es sangre en auxilio,/ vida, afán, de agua libre o río…”, “Es el hombre un barro en despabilo, y en azogue/ de lágrimas, un misterio que arrasa las imposibles tapias/ de esta Babel en derribo.”
Salimos de la ciudad por una trocha apenas intuida. Es el lugar perfecto para la elegía, para la canción triste del poeta que ya no escribe, que ha perdido su voz, el solar para la cantata ciega del trovador demenciado, del soñador entregado al olvido del silencio. Y en esa trocha que se va cerrando de zarzamora, avena loca y madreselva, cerca de la ribera de un arroyo de sangre estancada, Juan José, con el filo de las navajas en sus manos, se enfrenta a la mentira, a los fracasos y a tantas promesas vanas; a los tiranos, a la ceniza y a las sombras.
Hemos llegado al destino. El queso manchego, el tinto de Valdepeñas y el pan de cruz esperan sobre la mesa. Es la hora del descanso sobre un lecho mullido, lejos quedan ya los sacos de arpillera repletos de broza seca, sacos arrojados entre los muros de tapial de una quintería destejada. La luz espera. El crepúsculo acude. El autillo canta desde los álamos blancos del estío. Pidamos el asilo de la salvación y del silencio bajo el albayalde de la luna. Leamos también a los poetas de Juan José, los más cercanos a su vida, los que transfundieron a su sangre dosis tasadas de sabiduría, luz cálida y también desgarro: Nicolás del Hierro, Sagrario Torres, Vicente Cano y Juan Alcaide. El poeta, generoso, los convoca, y los revivifica, y rompe el exilio de sus sangres para dicha de todos nosotros. Gracias, maestro, por tu nobleza. Gracias por tu sinceridad, Juan José Guardia Polaino.