El cincel y la sonrisa
El relato “Si las piedras hablaran”, escrito por el escultor José Lillo Galiani y publicado en marzo de 2022, es una obra contada por un narrador en primera persona. Es la protagonista quien nos habla, pero no es un personaje habitual. Es la conciencia de lo inerte quien cuenta su historia, quien se interroga con dudas existenciales, quien manifiesta ese desamparo de sentirse atrapada dentro de un bloque de piedra extraído de una cantera. Esta escultura, aún indefinida y que espera en aquellas entrañas pétreas, sabe de la vida, y de los hombres, y de la naturaleza que habita a su alrededor. Y en esa quietud de la vida inerte, la escultura escucha el canto del jilguero, la risa de una mujer y el rumor del viento entre las ramas de los sauces. También espera, es lo que mejor sabe hacer. Espera al artista que la redima, que la reivindique, que la despierte a la luz de los estíos. Y mientras el escultor acude, ella adquiere el don de la sabiduría, de la intuición, también del conocimiento de las miserias que lastran a los mortales.
Su peripecia vital avanza, muy despacio. Los canteros arrancan el bloque que la contiene del seno de la roca madre mientras ella grita para que la liberen, sacadme de aquí, parece exclamar con las esquirlas de una voz inaudible. Hasta que, atrapada en el interior de una columna de vértices escuadrados, termina como picota de ajusticiados en las puertas de una ciudad, entre trajines de soldados, buhoneros, ganados, clérigos y mercaderes. El tiempo transcurre para esta piedra del mismo color hipnótico de la luna. Es trasladada a una plaza, junto a la iglesia, para servir de banco a feligreses, ancianos y estudiosos de la filosofía y la literatura. Y su conciencia noble aprende así los rudimentos de la historia, del álgebra y de la música, ese compendio de disciplinas que refuerzan la capacidad de pensamiento de la protagonista. El tiempo, de nuevo. Es trasladada a otra plaza como peana para el busto de un poeta y de ahí, quizá décadas después, es arrumbada en un almacén municipal de chatarra, despojos y quincalla. El tiempo y los afanes de los hombres trasladan la columna a una escombrera, donde es sepultada por el vértigo de ruinas, derrubios y cascotes. El aguacero perfila luego este cementerio de vestigios civilizados, lava la piedra y el azar la muestra a los asombrados ojos del escultor. Ya está en su taller. Es la hija del escultor la que labra sus aristas, sí, el cincel y la sonrisa, la lima y aquella espalda desnuda, la escofina y la curva de sus piernas, el trépano que alumbra su mirada. Alejandra acaricia aquella Maternidad recién esculpida, y la firma con un puntero, y la expone ante la atónita mirada de los ciudadanos, y la vende para que sea mostrada, tal vez para siempre, en una plaza pública, sí, su mirada de piedra. La belleza rescatada. El cincel y la sonrisa.